LA FÓRMULA
Al final llegó el final.
En episodios anteriores: Después de coger el pendrive de la casa del coronel, los cuatro miembros del comando yihadista JJ llegan a una nave, cuyas puertas hacen saltar por los aires los maldeman de la policía. El final se acerca y no pinta nada bien para JJ y su comando.
La mirada torva del coronel se enfrenta desafiante a la cara descompuesta, cariacontecida y de una palidez mortuoria causada por el miedo que le corría las entrañas a JJ. Ambos habían oído y visto decenas de veces la sede de la Audiencia Nacional por la tele y hasta la imagen del juez que les ha tocado en suerte. Pero jamás habían tenido la ocasión de disfrutar de su hospitalidad en uno de sus inhóspitos calabozos.
Los técnicos de la policía científica entraron en masa a la nave de Troquelados Guruceta, y allí estuvieron hasta que las primeras luces del amanecer le hicieron el relevo a la tímida y mortecina iluminación que brotaba de las farolas del polígono. Un enorme camión de la unidad científica engulló en su interior las pruebas de los sacos, bombonas y de aquellos extraños artefactos, que sumaban más de trescientos, made in Líbano, que parecen una réplica forzada de aquellos cabezones champiñones rojos y con motas blancas del juego de Super Mario Bros.
El juez de la Audiencia Nacional tenía fama de serio y de no dopar su vanidad fácilmente. Un tipo raro, sin duda, y atípico. Se decía de él que cuando sus hijos volvían del colegio o de alguna fiesta, no se andaba con chiquitas, sencillamente les tomaba declaración. Lo cierto es que el magistrado se propuso en primer lugar separar el polvo de la paja, porque tras los primeros interrogatorios se barruntaba que todo aquel embrollo o era un plan diabólico, lo que tenía toda la pinta, o una charlotada.
El científico del CESIC, Varela, que resultó ser meteorólogo, y su amigo y compañero de bridge, el coronel de farmacia, pusieron énfasis en su propio valor y osadía, asumiendo en primera persona riesgos ingentes para desenmascarar una trama asesina que iba a causar muerte y destrucción. El juez los miró callado y pensativo y dejó que se explayaran a su gusto una larga hora sin hacerles ninguna pregunta.
Por su parte, JJ no supo muy bien qué decir y solo asumió como cosa suya el haberse encontrado el pendrive en la escatológica calle Delicias. A su señoría el testimonio de JJ le pareció enternecedor y sin alma.
Después desfilaron las propietarias de la nave, comprada por cuatro chavos, quienes le dijeron a su señoría que ellas únicamente le quisieron hacer un favor a Fátima Al-Nashir, que es la esposa de Mohamed, el tipo con pinta de faquir, para montar un negocio familiar. —Fátima lleva trabajando para nosotras veinte años —le dijeron las hermanas Sanpedro a su señoría casi a coro. Rubio y Palomo —administradores de fincas— corroboraron esta declaración y aportaron a la causa un contrato de alquiler con una carencia de un año en el pago de la renta, como ayuda a poner el negocio en marcha. Las hermanas San Pedro, que esta vez vestían como una madrina de Viernes Santo en la procesión del Jesús del Gran Poder, con un riguroso terno negro y sin escote, estuvieron comedidas. A las Sanpedro solo se les olvidó decirle al magistrado que, además de llevar doce años sin subir el sueldo a Fátima, a partir del segundo año el alquiler de la nave sería el más elevado de todo el polígono.
Pero el plato fuerte llegó, al margen de la pericial de los técnicos de la policía sobre las sustancias encontradas en la nave y los extraños artefactos parecidos a los champiñones del juego de Super Mario Bros en el careo entre Mohamed y el hombre más alto del Nissan blanco.
—Señoría, el acusado se nos escapó por poco, y al ver que le perseguíamos, tiró el pendrive al suelo, para deshacerse de la prueba que lo incriminaba —dijo (y que me perdone el más alto) Mortadelo.
A lo que Mohamed le contestó jocoso y con una guasa un poco fuera de lugar:
—Señoría, yo corría porque se me escapaba el bus 27, que para un poco más adelante en la calle Delicias, y andaba muy justo para no perder el tren que sale de Atocha. No tiré nada, se me cayó; por eso volvía al día siguiente a buscarlo a esa calle, que es un zoco de porquería.
Su señoría miró de soslayo al jefe de Mortadelo, agazapado en los bancos traseros de la sala, y este elevó sus ojos al ennegrecido cielo del techo de la sala de vistas que debe llevar décadas sin oler la pintura.
Las periciales fueron concluyentes, pero quizás lo que resume bien todo lo sucedido en aquella bacanal de la estupidez en la que se convirtió la vistilla en la sala número 8 de la Audiencia Nacional fue la declaración final de Mohamed.
Los extraños champiñones no eran otra cosa que unas divertidas lámparas, compradas al por mayor a un inventor libanés medio chiflado. En la nave Troquelados Guruceta se iba a introducir en la cabeza roja con lunares blancos de los champis un gas líquido ideado por el hermano de Mohamed, el Mulá y prestigioso científico. Cada champi era en realidad un pequeño camping gas, que una vez encendido, además de una bonita luz LED de diversos colores, emanaría a la atmósfera un gas de suave aroma, que haría sentir a quienes lo respirasen un efecto placebo muy agradable, relajante y seductor.
—Nuestras mezquitas están en crisis, señoría. —dijo solemne Mohamed—. Cada vez se ven menos jóvenes y el Mulá, mi hermano, supo escuchar el dolor de Ala y por eso inventó el Aroma de Dios, que es como se llama el sistema. Lo que busca nuestro dios en todo esto es que nuestros fieles, además de la paz espiritual y regocijo, sientan una dulce calma y un lánguido sosiego cuando acudan a rezar.
Pero aquí no terminó la cosa.
Su señoría dudó unos instantes, pero Mohamed estuvo listo y sobre todo rápido, y se anticipó.
—Señoría, con este gas inocuo y sin efectos nocivos ni contraindicaciones para el cuerpo, como comprenderá, no es compatible con alentar y elevar la ira de los fieles en favor de la guerra santa y esas cosas, ¿no le parece?
El jefe de Mortadelo, enrojecido y perlada de sudor su marchita frente, se cagó en lo más grande y salió de la sala dando un portazo que casi echa la puerta al suelo.
Al día siguiente de ser puesto en libertad y terminada su jornada laboral, JJ salió a la calle Delicias. Pero aquella tarde, nada más pisar la calle, ¡oh casualidad!, JJ vio con meridiana claridad un grueso y reluciente fajo de billetse de 50 euros entre un ramillete de hojas y una gran caca blanca de esfínteres intrusos e invasores.
Os puedo asegurar que ni una gacela Thomson hubiera dado un salto más ágil, alto y largo que JJ para evitar aquella nueva trampa mortal.
Y así llegó el fin. Para vuestra tranquilidad, sobre todo si no vais a pisar las cochambrosas aceras, la vida de JJ y de la calle Delicias permanecen inalterables.
Nota del autor. Que quede claro que nada de lo dicho en La Fórmula se acerca a la verdad. JJ y los personajes que lo acompañan en esta historia solo han nacido y crecido en mi dislocada mente, salvo la suciedad de la calle Delicias, que se acerca bastante a la realidad, y me temo que no es ninguna excepción.
Gracias a todas y todos. Hasta siempre.
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