Que trajín el de mis genes
Historia resumida
(para no aburrir más)
Tenia yo doce años, cuando fui a toda pastilla a casa una tarde y le dije a mi abuela, me ha dicho el abuelo de Marcial, mi sexto compañero de pupitre desde que empezó el curso, y estábamos en noviembre, que a nosotros nos llaman “los quietos” y todo por culpa del abuelo Benito, que era muy bribón y vago. La abuela Leandra, me acarició con esas manos regordetas y callosas de toda su vida y me dijo; yo te contaré la historia que yo sé y la que a mi contaron, y fue en busca de una pequeña lata donde había un fajo de papeles atados con una cinta de color verde, en ellos según mi abuela se había ido transmitiendo la historia del apellido Herranz, bueno de algunas personas que llevaron este apellido, no de todas y que eso si, fueron mis antepasados
En realidad, a mi abuelo Benito el apodo de “el quieto” le sentaba mejor que un guante a Rita Hayworth. Mi abuelo debía tener una especie de fobia a todo lo que suponía hacer algún esfuerzo. El abuelo se levantaba siempre muy pronto, era hombre madrugador, de eso no hay duda, desayunaba abundantemente, y luego se metía en cama una o dos horas, para asentar el desayuno, según decía el. Nadie podría decir, ni mi abuela siquiera, cual fue su oficio con exactitud, porque ninguno conoció a lo largo de su vida, salvo algún trato en el intercambio de ganado, no se le daba mal camelar a comprador y vendedor y tuvo durante años en propiedad, muy teórica, un pequeño rebaño de cabras, aunque la mayoría de los días, más bien todos, vagaban los animales por los montes sin mando que los gobernara, salvo el de un perrillo que había aparecido perdido hacia tiempo por allí, y si acaso, mi abuela, quien la mayoría de las veces, era la que apechugaba con la labor del pastoreo.
Curiosamente el apodo de “el quieto”, aunque reflejaba con exactitud su estado corporal diario, no se lo adjudicaron a él por esta reconocida alergia al movimiento físico, aunque fuera mínimo, sino que la cosa viene de muy antiguo, antes de la invasión napoleónica, concretamente de su antepasado Nemesio, al menos del primero que tengo yo noticias.
Nemesio Herranz, “el quieto” (1760-1834 aprox)
Nemesio, nació en algún lugar recóndito en medio de las montañas que enlazan a Segovia con Madrid, además de pobre, condición muy habitual a finales del siglo XVII, sin poder precisar el año, fue hijo de madre soltera, lo cual solo empeoraba cualquier perspectiva ya no de futuro, sino de simple supervivencia. Su madre nunca le aseguró quien fue su progenitor, aunque ella siempre se inclinó por un arriero extremeño, bien plantado y con mucha guasa que la tuvo loquita y cuyo nombre nunca hizo mención, aunque no hubiera sido extraño que coincidiera con el de su hijo. El caso es que los primeros recuerdos de Nemesio en su vida, eran el techo pajizo de un chozo, una especie de cabaña de forma redonda, construida con una débil estructura de madera y forrada de retamas y brezos, donde vivía con su madre, dentro de una solitaria finca ganadera cercana a Colmenar Viejo.
Su madre, que ya no tuvo más hijos y eso que no perdió jamás la ocasión de intentarlo de nuevo, atendía las faenas de la casa de los dueños de la finca, que residían en un edificio modesto y destartalado, pero donde se agolpaban más de una docena de personas entre el matrimonio, hijos y abuelos. Nemesio se crió en el barullo de ese paraje, casi salvaje, rodeado de kilómetros de pastos y bosques de encinas y robles, donde habitaban cientos de reses de casta brava, cuya indómita bravura era aplaudida en encierros, capeas y corridas por toda la región. Aquellos animales habían llegado a las frías tierras serranas oriundos de la llanura manchega cercana a Valdepeñas, y portaban en sus genes una casta muy especifica y valorada, en aquel entonces, denominada Jijona (1).
Cumplidos los seis años de edad, cada mañana, temprano, con unas sopas de leche en el cuerpo, caminaba más de seis kilómetros, hasta la escuela más cercana, sorteando no pocas veces los ímpetus de algun novillo agresivo o de alguna vaca recién parida, cuya presencia le parecía amenazante para su becerro. Nemesio en su no parar, la finca se le quedaba pequeña, no había rincón desconocido para él, aprendió pronto a conocer a cada animal, en prever sus intenciones con solo verles la mirada y la dirección de las orejas del bicho y en sortearlas tal y como había oído a los viejos vaqueros de la finca, sin correr, quebrándolos o dejándose caer haciéndose pasar por muerto. En estas idas y venidas diarias, y en los muchos ratos donde sin madre que atender y sin otro oficio que el de vagar, se forjo un aventurero que traía de cabeza a pájaros, culebras, ranas, por no hablar de conejos y perdices que sin otros artilugios que una cuerda y un saco y su despierto instinto era capaz de cazar, aprovechando los viajes diarios a la escuela, para, ocasionalmente, cuando había suerte y caza, vender las piezas al maestro, al cura o a quien pudiera darle algunos reales.
Despierto, rápido, intuitivo y con una seguridad personal y un valor sereno inapropiado para su edad, no era difícil apreciar esas características en él, siendo la inquietud, su necesidad constante de movimiento, para desesperación de su maestro, su lado negativo; la frase: ¡quieto Nemesio!, era como un latiguillo que Don Serafín, su maestro, decía, a veces, sin levantar la vista del libro o sin volver la cabeza de la pizarra o del ventanuco que tenia a la altura de su mesa. No era el único, su madre, no se cansaba de repetir, -este chico parece que tiene azogue (2), no se esta quieto ni en el jergón-.
Pronto, chiquillos y mayores empezaron a llamarle “el quieto” y así perduró en el tiempo.
El colegio, por llamarlo de alguna manera, le empezó a aburrir al poco de llegar, mientras sus compañeros deletreaban arrastrando las vocales con esfuerzo y los números con sudores y mareos, el ya leía y sumaba con cierta soltura en pocos días. También, la familia Hidalgo, en especial el patriarca de aquella ruidosa prole, D. Cipriano Hidalgo, dueño y señor de la enorme dehesa que abrazaba con su extraordinaria extensión dos pueblos, se dio cuenta de la indiscutible personalidad del niño y de su inteligencia natural y se empeñó en sacarle de la escuela cuanto antes para utilizarlo en las tareas de la finca, solo la oposición valiente de su madre, le permitió alcanzar los doce años de edad en aquel destartalado colegio de pueblo, donde por otra parte, las evidentes limitaciones de su maestro ya no podían ofrecerle ningún otro tipo de enseñanza superior.
D. Cipriano Hidalgo, era un gran terrateniente, poderoso y soberbio, producto de un matrimonio ventajoso con la hija y única heredera de la extensa y ventajosa finca vecina, cuando lo común era dejarse el alma y la salud en pequeños terrenos, de pocas fanegas, donde campesinos y ganaderos trataban de sobrevivir a duras penas. D. Cipriano no era nada tonto, y pronto se percató que, de sus numerosos hijos, seis rudos y ruidosos varones, de los que apenas podía esperar nada, solo sacarle partido a sus enormes corpachones pletóricos de fuerza y no exentos de brutalidad, su mujer y él habían abandonado por la vía de los hechos, la búsqueda de alguna hembra que adornase sus vidas con otras virtudes, por eso la madre de Nemesio era fundamental en aquel casón, donde siempre había comida que hacer, ropa que lavar y mucha labor de remiendo y costura y donde el día duraba poco para tanta tarea.
Sin embargo, Nemesio, era el contrapunto perfecto al exceso muscular y de tozudez de los hijos del patrón, y pronto, sin proponérselo, fue haciéndose con el respeto de todos, siendo la referencia y donde se dirigían todas las miradas, a la expectativa de lo que el pudiera discernir, cuando se precisaba solución para alguna labor campera o sin ir más lejos, para proyectar como, donde y de que forma se debían construir los corrales y apartaderos para seleccionar, herrar, separar o prepara el ganado bravo. Aquel chaval de apenas 17 años, dirigió al pelotón de los Hidalgo más algún jornalero contratado para la ocasión, y construyeron unas instalaciones que posteriormente sirvieron como modelo o sencillamente fueron literalmente copiadas por otros ganaderos de la zona, y en algún caso concreto, aun hoy perduran en su uso y utilidad.
Nada mas iniciarse el ultimo cuarto del siglo XVII, unas malditas fiebres asolaron la península y gran parte de Europa. Ningún remedio hubo para ellas y solo la naturaleza en su locura o en su sapiencia determinaba quien vivía o moría por ellas. La madre de Nemesio, y parte de la familia del dueño, después de un cara a cara contra le enfermedad que duró varias semanas, no pudieron ganar esa partida. La madre de Nemesio, encontró el descanso final una fría tarde de un invernal febrero, entre ventisca y tristeza en el cementerio más próximo, aquel día Nemesio aprendió el sabor amargo de la ingratitud, la familia del patrón, tan solo le prestó una vieja mula que a duras penas pudo trasladar el exiguo cuerpo de su madre al cementerio, él, solo, con sus manos la enterró junto al cura y D. Serafín su maestro, que quiso acompañarle en aquel duro trance. Cuando Nemesio volvió aterido a su humilde chozo, donde contempló la soledad de su miseria, cabizbajo ante una tibia lumbre, vio abrirse la puertecilla y entrar a su patrón quien después de sacudirse la nieve del largo capote que le cubría, sin más, le vino a decir que mañana al amanecer había que cambiar una reata de vacas a otros terrenos con mas pasto, Nemesio, giró su cabeza, apretó sus puños y mirándolo fijamente, le espetó; además de bruto es usted un ingrato, así que no me espere ni mañana, ni nunca. D. Cipriano volvió grupas a su caserío, al que efectivamente nunca más volvió a ver, pero, muy a su pesar, lo tuvo presente y llegó a odiar como a nadie ni a nada en el mundo.
Enterado D. Manuel Aleas, ganadero de Colmenar Viejo de la marcha de Nemesio, mandó a buscarle para incorporarlo a su finca, notablemente aumentada con la compra de una gran cantidad de cabezas de ganado, que cruzó con sus reses que ya tenía procedentes de la caza y captura de toros y vacas salvajes que consiguió trasladar desde los ríos Guadarrama y Alberche a sus tierras.
Colmenar Viejos, estaba rodeado de ganaderías y ganado de todo tipo, la riqueza de sus pastos y la abundancia de agua posibilitaban su crianza, especialmente el ganado vacuno. En sus fiestas patronales, se organizaban grandes festejos, además de una feria ganadera, donde cambiaban de dueño cientos de animales, sin olvidar que cada amanecer el ruido de cencerros y el resuello de animales y mozos llenaban las calles de emoción y miedo con unos grandes encierros, para posteriormente, por la tarde, celebrar unas renombradas corridas de toros, donde se conseguía contratar a lo mejor del escalafón de toreros. Nemesio además de llevar varias corridas de toros para su encierro y lidia de la ganadería, participaba en los encierros con el valor y el conocimiento en el comportamiento de estos animales que poseía desde niño, destacando ante la vista de todos los presentes y llamando la atención por su seco valor, hasta tal punto que aquel día de agosto, día de la patrona, desde el balcón de la fonda principal del pueblo un famoso torero, anunciado para la corrida de la tarde, se fijó en la inusual seguridad de aquel joven y pidió conocerlo.
Joaquín Rodríguez, un sevillano inquieto e inteligente, al que apodaban “Costillares” recibió a Nemesio en la habitación de la fonda y además de asiento, le ofreció tabaco y vino, Nemesio solo aceptó acomodarse y allí comenzó una charla que duró lo justo para convencer a Costillares que aquel joven podría llegar a ser un magnifico banderillero y peón de confianza para un matador, tan exigente como él. Banderillear y lidiar a un toro, no era reto para Nemesio, quien vislumbro un nuevo rumbo en su vida, enseguida comprendió que para su inquietud nada mejor que el trasiego de los viajes y el riesgo en cada tarde que se vestía de torero. El cambio más transcendental para el joven banderillero se produjo al encontrarse entre la nobleza ganadera y en las grandes ciudades, a unas mujeres que parecían provenientes de otro planeta, desconocidas, casi irreales, de pieles, rostros y peinados, cuidados, delicados, realzadas por joyas y complementos inimaginables para él. Mujeres que hacían del recato un sutil juego, donde las miradas expresaban tantas cosas y donde la indiferencia podría ser una clara invitación al encuentro.
Nemesio “el quieto”, tenia un físico agradable, ni muy alto ni muy bajo, con hechuras de torero, pero sin chulería impostada, sin pasarse y unos ojos verdes, como su madre, que no pasaban desapercibidos, además de ese espíritu inquieto alejado de cualquier convencionalismo cortesano, lo cual le permitió enseguida despuntar en las conquistas del genero femenino, siendo la envidia de la cuadrilla de Costillares que mataban el deseo en los sucios burdeles de la época. Era extraño que, en cualquier feria o estancia en alguna finca ganadera, casi siempre en manos de la más alta nobleza, “el quieto” no tuviera insólitos y diversos éxitos en sus conquistas, solteras o casadas, que no había porque hacer remilgo alguno. Afortunadamente para Nemesio, el 27 de julio de 1782, toreando en Madrid, en una abarrotada plaza mayor, su torero, Costillares, sufrió una pavorosa y cruel cornada, lo cual lo tuvo meses padeciendo las temibles curas de aquella época cuando la penicilina era un sueño desconocido y le obligó a retirarse de los ruedos
La cornada de Costillares, llevó “al quieto” de vuelta a Colmenar Viejo, el pueblo le acogió como la vuelta de su hijo más famoso, hasta el mismísimo alcalde le invitó una mañana a tomar en su casa un buen café de puchero y unos aguardientes elaborados de su bodega, servidos por una recatada y bonita mocita morena empeñada en bajar la mirada un par de segundos más tarde de los que la prudencia requería, era Adela, hija del prohombre. Semanas después, cabalgaba a medio galope, por el empedrado de la calle real, para dar picadero a un tordo alazán, que según decía el gitano que lo vendió, descendía del mismísimo caballo de Al-Mansur, el gran caudillo moro, cuando observó a la mocita morena doblar la esquina, sin más aspavientos ni preparativo, le ofreció a Adela, tomar su mano, apoyarse en el estribo y subir a la grupa de aquel tordo rumboso, para darle un paseo antes de la caída del sol. A resultas de aquel paseo, nació un hermoso niño, moreno y como consecuencia y por orden del señor alcalde, hubo bodorrio. La vida de casado en Colmenar fue un periodo feliz, pero corto. El torero Costillares, asediado por las deudas, reapareció medianamente recuperado en la plaza de Cádiz, y allí llegó Nemesio con toda la cuadrilla, dos tardes seguidas de grandes triunfos, y a la mañana siguiente al disponerse el coche de caballos para viajar a Córdoba, siguiente contrato apalabrado por el matador, nadie fue capaz de dar con Nemesio, no estaba, sencillamente se había esfumado.
En aquella época había cientos de barcos veleros que hacían la travesía desde diversos puertos españoles, Cádiz era uno de los más destacados, hacia el continente americano, en uno de eso barcos, el Santa Isabel, viajaba un hombre rozando la mediana edad, vigoroso, de mirada viva con unos penetrantes ojos verdes, el nombre con el que se registró al embarcarse no era el suyo, algo que tampoco era excepcional en aquellos momentos, el nuevo continente fue el final de muchas huidas y viajes de no retorno.
Nemesio Herranz, “el quieto”, llegó a Cuba con una bolsa llena de alhajas y monedas de plata y oro, además de sus ahorros, la mayor parte de su generosa despensa patrimonial procedía de un viejo perol de barro que yació enterrado, durante muchos años al pie del tronco de una gran encina en la finca de D. Cipriano Hidalgo, aquel hombre que lo dejó solo con el cuerpo yacente de su madre, quien siempre pensó en “el quieto” como autor de la misteriosa desaparición de su valiosa hoya, porque nadie conocía la finca como aquel perillán. Nemesio, tuvo la cortesía de enviar a través de propios, gente de confianza, una generosa bolsa de dineros en oro y una delicada y sincera carta desde la bahía gaditana proclamando su amor a Adela, esperando que entendiera que la vida “encerrado” en un pueblo no estaba hecha para él, augurándole un mejor futuro para ella y para su niño sin su presencia. Ya en Cuba, Nemesio viajó por la isla, conoció a muchos de los grandes terratenientes españoles y grandes propietarios sobre todo de plantaciones de caña y empezó a cavilar la manera de establecerse allí y hacer negocio. La ciudad de la Habana, fascinante y llena de diversión y lujos, también era lugar donde muchas fortunas se iban al mismísimo carajo, entre el juego, la bebida y las mujeres. En una de aquellas noches de locura caribeña, conoció a un español y a su encantadora y mucho mas joven esposa, dueño de unas magnificas plantaciones con una casa blanca rodeada de verdes de todas las tonalidades, que se dejaba la fortuna a pasos agigantados en las ruletas, mesas de juego y en las noches de champagne sin recato. Nemesio pastoreó la situación de aquella pareja de incautos dándole carrete a él en mesas y timbas y mucho amor y cariño a la joven esposa, que agradecida, le recomendaba a su marido siguiera los consejos del recién llegado.
Nemesio se dejo querer hasta que el fajo de pagares firmados por el anciano jugador alcanzo un grosor determinado, exigió su pago inmediato o la entrega de la rica posesión y así que por bastante menos de lo que la finca valía, se convirtió en dueño de una enorme plantación con todos sus esclavos y personal de la casa. “el quieto”, además empezó a comerciar en azúcar, ron y esclavos, viajando por todas las islas del caribe, con grandes aciertos y no pocos beneficios. No se olvidó de su familia en España, enviando algunas remesas anónimas a su mujer e hijo, mientras en su plantación y en otros lugares le nacían de continuo unos preciosos mulatos, que se convirtieron en una inmensa prole, que le llamaban padrecito con ese acento guasón de allá y que a él tanto le le gustaba.
Un día saliendo de la plaza de toros de la Habana, un hombre ya mayor, se fijó en él, acercándose le preguntó si era Nemesio “el quieto” aquel hombre era oriundo de Colmenar, Nemesio, dudó unos segundos, le miró y le dijo, mi nombre es Cipriano Hidalgo, pero si el tío Cipriano ya se ha muerto hace tiempo, contesto el otro, a lo que “el quieto” respondió, mejor, así cuando yo muera, habrá muerto dos veces, el muy cabrón. Aunque no hay nada cierto, pero algún paisano que volvió de la isla caribeña, llegó a contar que Nemesio murió con avanzada edad, rodeado de su extensa nueva familia, que luego, por razón de su importante herencia, que no debió dejar ni clara ni escriturada, terminó como el rosario de la aurora y cuentan, quienes aparentemente lo sabían, que corrió mucha sangre pendenciera durante años y al final de tanto dolor y muerte el sustancioso patrimonio de Nemesio quedó dividido en mil pedazos.
Máximo Herranz “el quieto” (1784-1849)
La infancia y primeros años de juventud de Máximo, pasaron sin grandes reseñas, mas bien soso y aburrido, siempre a cubierto entre los faldones de la levita de su único abuelo, el alcalde. Máximo no destacaba prácticamente en nada, no le fue nada fácil aprender a mal escribir y leer y solo logró algo de soltura con las matemáticas más básicas gracias a los esfuerzos del abuelo para que siguiera el camino de los libros y no el de los viñedos y sembrados, y del señor cura, quien acudía casi todas las tardes a insistir en sumas, restas y latín, y ya de paso a zamparse unas reconfortantes meriendas a base de chocolate con picatoste que estaban de pecado, pero aquel muchacho andaba siempre deliberando entre la distracción y el bostezo.
El alcalde, un tipo patizambo y cari fosco obligó a su hija Adela, la malcasada, decía él, a mostrar vergüenza ante todo el pueblo, así recluida en vida, la pobre Adela, fue perdiendo su belleza natural malviviendo su vida encerrada en el recato obligado y sin ninguna placentera distracción, sus días pasaban entre su hijo y el bordado primoroso de sabanas y mantelerías.
Máximo "el quieto", dejó libros y pizarras y después de unos años de idas y venidas sin nada concreto y sin concretar nada, sorprendió a todos cuando un día, dando cumplida cuenta de unas sabrosas sopas de ajo, propuso abrir un gran mesón donde beber, comer y también poder dormir, con amplias cuadras para el descanso y resguardo de animales de carga y viaje. Las reticencias del abuelo no aguantaron mucho tiempo el envite, al entrar en liza el señor cura, quien con números y opiniones auguraba enormes beneficios y ventajas en el nuevo negocio. El viejo alcalde, estaba mayor, pero no era tonto y sabia que aquella idea no era ocurrencia de la empantanada cabeza de “el quieto”, sino de “la Blasi” la reciente esposa de Máximo e hija mayor del cura y de su “sobrina” Doña Encarna. Así que con los cuartos del alcalde y con los materiales obtenidos de sus fincas, mampostería, madera y barros cocidos para ladrillos y tejas, echaron abajo un par de cuadras malolientes, que se caían a pedazos invierno tras invierno, con entrada en la calle real e iniciaron su construcción que fue inaugurado con música, cura y alcalde, el día 2 de mayo de 1808, sin sospechar, ni por asomo, los acontecimientos que se producían ese mismo día en un Madrid tomado por el ejercito de Napoleón
Máximo, perdió el interés por el mesón-posada en cuanto no le quedo otra que aceptar que su presencia era más estorbo más que otra cosa en el trajín pinturero y garboso de la Blasi, que era el alma y la cabeza del lugar. Un día, el capitán Dupont, un capitán francesito guaperas y rumboso por malmeter, ya se sabe lo cisqueros que son los gabachos y más en aquella época, le dejó un recado a la mesonera insinuando que “el quieto” se las tenía con un par de mozas que allí servían, la Blasi echó atrás la cabeza y se regaló una carcajada con ganas, se dio media vuelta y siguió a lo suyo, dejando al metomentodo francés con un palmo de narices. La insinuación del francés, estaba bien traída, porque la Blasi solo contrataba para el mesón-posada mujeres jóvenes, de generosas formas, risa pinturera e indiscretos escotes, pero erró y mucho, porque Máximo era una llama perezosa y menguante, como bien sabia ella. Ya fue todo un milagro que le hiciera tres hijas seguidas a la Blasi, dado su escaso ímpetu, una por año y después no encontraron medio de seguir buscando el ansiado varón, hasta que años después y con la Blasi por encima de los cuarenta y muchos, nació de casualidad un esmirriado crio, al que bautizó su abuelo-cura con el nombre que tocaba, de acuerdo al santoral del día, Leoncio.
Leoncio Herranz, “el quieto”.(1829-1901)
Antes de ocuparnos de Leoncio, no podemos perdernos las interesantes y diversas vidas de sus tres hermanas mayores. Juana, la más pequeña murió casi a los cien años en el monasterio de las descalzas reales de Madrid, donde pasó toda su vida. Adela, la mayor, después de unos años al lado de su madre en el mesón-posada prendó con su serena belleza a un joven marqués riojano que allí paró un buen día, lo que les cambió la vida a ambos y tras un breve, recatado y vigilado romance con el joven aristócrata, hubo buena boda, para después partir a Logroño, allí vivió feliz y dichosa toda su vida, en la casa-palacio familiar, donde parió cuatro varones y dos hembras. La tercera hermana, Purificación, más conocida en la villa y corte como “Puri, la quieta “, fue desde pequeña descarada, contestona y amiga de lo fácil, pero guapa a rabiar, así que entre unas cosas y otras, empezó haciendo sus pinitos en el corral de comedias de Tirso de Molina y terminó siendo la meretriz más solicitada por la aristocracia y militares de alta graduación de la capital, para acabar sus días rica, divertida y rodeada de sus pupilas que la adoraban, porque “Puri la quieta” era esplendida y bondadosa como nadie, que lo uno no quita a lo otro.
Leoncio “el quieto” pilló a su madre, la Blasi ya mayorcita y con un corazón desgastado de tanto brío y salero derrochado, así que prácticamente tuvo solo a su padre como referencia y guion, mal asunto y así le pasó, que se quedo a medio camino de todo. Muy pequeñajo era Leoncio, cuando un viejo botarate que apareció por el pueblo y que decía ser marino portugués, pintaba retratos, acuarelas y si no había otra cosa, paredes y techos, le regaló un pequeño cuadro de la bellísima bahía de Rio de Janeiro y empezó a contarle sus aventuras atravesando mares y océanos, aquel niño quedó prendido de aquella maravillosa acuarela, que recaló para siempre en su cerebro. Cuando su madre dijo adiós, y sin ninguna hermana cerca, el negocio familiar empezó a dar traspiés, así que, sin perder mucho tiempo en pensar soluciones, le propuso a su padre vender el mesón-posada, Máximo con su permanente hastío dio su consentimiento, en realidad su único quehacer diario era adormecerse en el casino y poco más.
Cuando subió al velero que le llevo desde Portugal a Brasil, Leoncio “el quieto” tenia poco más de veinte años y dos bolsas llenas de reales de oro y plata, a penas dos años después regresó, le desembarcaron en Cádiz y fue prendido y llevado a los calabozos del fuerte gaditano, al ser descubierto como polizón en el barco que le trajo de vuelta y allí tuvo que esperar hasta que llegó el rescate que su hermana Adela envió desde Logroño. Nunca quiso explicar que fue de su vida aquellos dos años, tampoco hacia mucha falta, se fue rico y volvió sin nada y con grilletes.
Gracias a su hermana Purificación, para ser mas exactos, gracias al administrador del Real Sitio del Monasterio de El Escorial, fray Junípero Mendoza, un gallego también llamado “fray carallo”, las meretrices de todas las mancebías de la región no recordaban haber visto a hombre mejor armado y mas fogoso que Fray Junípero. El famoso fraile, visitaba “religiosamente” cada quince días a “Puri la quieta”, ya en el ocaso de su carrera, buscó acomodo a Leoncio en las dependencias del monasterio, donde, en realidad, ayudaba en lo menos que podía, pero gracias a ello se aseguró comida, techo y cama. A pesar de su buen carácter y de su don para la invisibilidad, casi nunca se le encontraba donde se suponía que estaba, no pasó mucho tiempo en lugar tan sagrado, le dolía la cabeza a rabiar con tanto sermón y tanto incienso, y un buen día Leoncio a hurtadillas se subió a un carro y volvió a Colmenar.
Bibiano, el nuevo dueño del mesón-posada de Colmenar, trajinaba con un barril de vino cuando levantó la mirada y creyó reconocer ante si, allí parado ante él a Leoncio “el quieto”.
Bibiano Juárez, viudo, bravo y listo y sus tres hijas que le ayudaban de firme en los quehaceres del negocio, Tomasa, Flora y Martina, tres soles, como decía él llevaban en volandas el negocio que habían comprado a muy buen precio a“los quietos”. Bibiano, nada más echarse a la cara “al quieto”, se preguntó amoscado, ¿este para que vuelve aquí y que busca? Avanzaba la tarde y después de un par de vasos de vino, con la garganta ya caliente, “el quieto “explicó a Bibiano y a las hijas, muy quietecitas y absortas en aquellos ojos verdes, herencia de su abuelo Nemesio, y en aquella piel blanca, suave y tersa, sus avatares y aventuras, olvidando. convenientemente en el relato, bastantes detalles escabrosos y disparatados, así que Bibiano cuando se quiso dar cuenta, había contratado a Leoncio “el quieto” para trabajar en las cuadras del negocio y mantener limpios y cuidados los establos y a los animales de los huéspedes. La presencia de Leoncio dio a las tres muchachas una vitalidad y alegría desconocidas, él las dispensaba todo su cariño y afecto y ellas correspondían con lo mejor de si mismas. En realidad, crearon una mancomunidad de amor y risas, que Bibiano, ni vio venir ni entendió, hasta que Tomasa no pudo disimular más su barriguita y esta con sus dos hermanas, agarradas las tres, le confesaron que Leoncio era suyo, de todas y que si alguna se tenia que casar con él, pues lo que más prisa corría era lo de Tomasa, que pronto daría que hablar. Bibiano, solo acertó a sentarse en una banqueta y y tras mesarse los pocos cabellos que le quedaban con la cabeza entre sus manos, atacó de un solo trago el vaso de vino y asintiendo dijo, sea. Hubo boda, muy familiar y para mayor murmuración del pueblo a los cinco meses nació un precioso niño rubio, al que llamaron Dámaso. Pero tanto amor comunal, corría el riego de florecer en otro jarrón, y asi fue, dio más frutos, Martina, la mas joven de las tres hermanas, con su embarazo aun disimulable marchó a Madrid a casa de su tía Purificación (la Puri), quien la acogió y cuidó hasta que nació, una preciosa nena que en honor a su tía de acogida la llamaron Purificación, que con el paso de los años se convirtió en una famosísima cupletista y cantante cuyo nombre artístico fue la Chelito.
Mucho éxito y admiradores, tuvo, pero también un marido que la chuleó todo lo que quiso y pudo, hasta que una mala noche se le atragantó tanto abuso y le pegó un certero tajo en la femoral con la navaja de afeitar, aquel cabrón mirándola con incredulidad y viendo a la parca venir intento tapar el boquete, pero aquello fue inútil, lo puso todo perdido de sangre y allí termino el chuleo. Menos mal que D. Gumersindo Azcarate, Gobernador Civil de Madrid y gran admirador de la cupletista, lo arregló todo convenientemente, y Puri (la Chelito) pudo salir de rositas de aquello en un barco camino de Cuba, donde al poco tiempo se casó de nuevo con un canario un tanto huevón, pero de buen fondo, funcionario y del que tuvo una hija, que fue una gran artística de renombre y mucho más famosa que su madre, Consuelo Pórtela, la Chelito.
Después de Dámaso, hubo mas descendencia en aquel matrimonio comunal, Juan, Manuel y Teresa, cuyas vidas fueron diversas, pero sin brillo y poco interés que aportar a este relato.
Dámaso, “el quieto” (1865-¿?)
Una tarde, los caballos del coche de línea, que hacia su diario trayecto desde Madrid, resoplaron como si con aquel suspiro anunciaran la llegada a medio pueblo, hacia calor aquel día de julio, enseguida descendieron viajeros, paquetes y maletas, sentado en el porche del mesón-posada, Leoncio “el quieto”, vio descender a una mujer morena, bonita desde aquella distancia con dos niños que la seguían de cerca. Al acercarse, Leoncio pudo apreciar aquel rostro moreno con unos ojos negros que no tenían fin, y a los dos niños, que sin embargo, tenían una tez clara y un pelo castaño donde no se disimulaban algún mechón que destacaba por su claridad, casi albina, cuando los observó más de cerca, creyó reconocer algo en sus caras y sobre todo en la breve sonrisa que le dedicaron al pasar a su lado. Al entrar al mesón-posada, los tres viajeros, percibieron un frescor agradable y observaron una limpieza que no habían visto en ningún establecimiento de los que tuvieron que visitar desde que iniciaron, hacia ya tres semanas, su viaje desde Florencia, Italia. Francesca, así se llamaba la mujer, en un italiano mezclado con palabras castellanas, logró entenderse con la madre y hermanas de Dámaso, presentando a sus dos hijos, Luca y Doménica. En realidad, lo que hizo Francesca en aquel momento, fue presentarles a sus dos nietos, porque la italiana venía en busca del padre de los niños, Dámaso, que los había abandonado hacia ya tiempo. Ya me parecían conocidos a mi, dijo Leoncio que había permanecido detrás, escuchando el relato de la mujer en silencio.
Dámaso, fue un niño resultón, sin ser guapo, alegre, simpático, vivo e inquieto, destacaba por la enorme facilidad para relacionarse y conseguir de todo el mundo lo que quería. A punto estaba de cumplir los dieciséis años, cuando apareció en el pueblo unos carromatos donde se anunciaba, con bellas letras de diversos colores, un circo ambulante, bastante más elegante y pretenciosos de los que habitualmente aparecían en los primeros días de verano. Las sucesivas funciones del circo, contaron con gran afluencia de publico y fueron exitosas. Del reducido elenco de artistas, llamó la atención, especialmente la actuación de un mago, alto, enjuto y elegantemente vestido que decía llamarse Mundini, pero en realidad era de un pueblecito de Cuenca y su verdadero nombre era Mariano. El mago Mundini, por la noche en el mesón-posada organizó algunas partidas de cartas, donde con suerte o con trampas que nadie fue capaz de detectar, aunque algo había, desplumó a todos los que osaron compartir mesa y baraja con él. Esto causó un gran impacto en Dámaso “el quieto” que vio cerrar cada noche que hubo partida, la bolsa del mago Mundini rebosante de monedas y algún que otro reloj. Lo otro que le impactó al joven, fue la ayudante del mago en el circo, su hija María, de quien se enamoró perdidamente. La chica, varios años mayor que él, no le hizo caso alguno, le dijo nones una y otra vez, mostrándose esquiva y altiva, así que Dámaso inició con habilidad el acercamiento desde la otra vertiente familisr, se acercaba al carromato del mago con una buena frasca de vino y un generoso y esplendido trozo de queso de Becerril y allí entre trago y trago, pasaba las horas charlando con el mago, aprendiendo sus trucos, sobre todo su habilidad con las cartas. Cuando el circo abandono el pueblo, Colmenar perdió uno de sus vecinos y una buena bolsa de monedas, porque Dámaso” el quieto” se fue con el mago y su hija a conocer el mundo más allá del pueblo donde había nacido.
A Dámaso, le duro poco la vida errante del circo, ni María pudo retenerlo, el primero que lo intuyó, en realidad fue el mago Mundini, quien vio en él a un jugador con una capacidad especial para leer en los rostros, los gestos y los ojos en los compañeros de mesa y baraja. Además de detectar los dos principales enemigos de cualquier jugador que se precie, la impaciencia y la avaricia, además el condenado muchacho, además de tener una frialdad que el nunca había visto jamás, tenía suerte, muchísima suerte. Las primeras partidas de Dámaso, en casinos, bodegas y en algún casón de alcurnia, le dejaron muchos reales de beneficio y todo un día libre de obligaciones y esfuerzos, así que empezó su periplo interminable de ciudad en ciudad, buscando partidas donde ganar y aventuras que correr. Cuando llego a Florencia y conoció a Francesca, se enamoró de la ciudad y de aquellos ojos negros que le dejaron el corazón en ascuas, aquí me quedo, se dijo, y durante un tiempo así fue, feliz y tranquilo trabajó como crupier en el casino de la ciudad y conoció un tiempo de cierta calma que le hizo feliz. El destino no espera y tiene su propio curso e intenciones, una noche alguien le dio un tentador chivatazo, se organizaba una partida muy especial, donde el hermano del mismísimo zar de Rusia era el pollo a desplumar. La partida duró casi tres días, y el ruso se levanto de la mesa sin una sola pluma, pero con una cara de mala leche que nada bueno presagiaba, así que Dámaso ni pasó por su casa, huyó con los dineros del tovarich que por mucho que lo intentaron sus sicarios no dieron con él. Aquello marcó su vida y lo llevó de un lugar a otro, esquivando a los malos perdedores y derrochando la vida y el dinero como si nada le importara, no pensó nunca en volver grupas ni a Florencia ni a su casa, aunque en el fondo sabia que cada día que pasaba se alejaba más de los suyos y se acercaba más cerca al peligro. Y este llegó y hizo presente una mala noche, una refriega en un callejón de París le puso a las puertas de la muerte. Muy mal lo hubiera pasado, sino es por la intervención y ayuda de una exiliada muy especial y con influencias, la exiliada reina Isabel II, compañera en algunas memorables partidas y de desenfrenadas noches donde el desatado furor de la dama tuvo que ser aplacado, en parte, por Dámaso. Con la ayuda de la exiliada real, logró salir del hospital vivo, pero con el peaje de una cojera de por vida. En esos años nació en Europa y muy especialmente en Francia, la belle époque, un movimiento liberador que desatascó el mundo de la rigidez social, y lugares como el pequeño principado de Mónaco fueron centro de diversión, juego y vida nocturna y allá fue a parar “el quieto” y al parecer allí termino sus días, aunque nada seguro hay, porque nadie ha encontrado jamás rastro alguno de tumba con su nombre.
Luca(s) Herranz, “el quieto” (1895-1916)
Cuando siendo niño llego a España, su nombre se castellanizó, pasando a ser Lucas, el hijo de Dámaso “el quieto”, padre al que nunca conoció. Lucas pasó su infancia y juventud ayudando en las tareas del mesón-posada, hasta que muy joven se casó con Benita, hija de un tratante de ganado de la zona, adinerado y listo como el hambre. La ilusión de Lucas, era volver a Italia, renovar la relación casi perdida con la familia de su madre, así que aprovecharon la boda y algunos dineros del suegro, y se embarcaron en un vapor desde Barcelona hasta Roma, donde vivía gran parte de su familia materna. Lo que iba a ser un viaje de novios turístico y de reencuentro familiar se convirtió pese a la tímida y resignada oposición de Benita, su mujer, en residir por tiempo indefinido en la capital italiana.
Lucas descubrió que la vida que el conocía en el paramo colmenareño no era comparable con la bella vita de una ciudad bulliciosa como Roma, sin duda, también influyó de manera relevante en Lucas los lazos que le unieron muy pronto con sus tíos y primos, gente acomodada que vivían alrededor del mundo de la política y el ejercito italiano. Después de unos meses deslumbrantes, donde la pareja pudo viajar por una gran parte de Italia y perderse entre sus maravillas monumentales y espectaculares paisajes, Italia entra de lleno en la primera gran guerra mundial, Lucas que hasta ese momento vivía comodonamente de su sueldo como administrador de las propiedades inmobiliarias de sus tíos en los populosos barrios de Roma, se alistó en el ejercito italiano, lleno de entusiasmo y con el acicate de las estrellas en la bocamanga de su uniforme como alférez, con un sentir patriotico que le era tan extraño como incomprensible a su mujer Benita. El puesto en el ejercito italiano estaba confeccionado a la medida, gracias a las influencias familiares, como ayudante de un coronel que era primo hermano suyo, la guerra fue tranquilar y cómoda para él, alejados del frente y sin penurias a reseñar. Pero la mala suerte quiso hacerle la peor putada posible, en los últimos estertores de la fatídica contienda, en la contraofensiva italiana en la batalla del Venetto, y cuando nada hacia temer problema alguno, una bomba alcanzó de pleno el automóvil donde viajaban los dos primos, lanzando los restos del coche a varios metros de distancia, con el peor resultado posible, ningún superviviente. Con el luto recién puesto, enterrado su marido en el cementerio militar de Roma y el dolor del reproche propio en el cuerpo, la viuda, Benita, a punto de dar a luz, volvió a su casa, donde nació un niño, al que llamaron como su abuelo materno y su madre, Benito.
Pasado más que de sobra ya el luto de rigor, cinco años más tarde, Benita contrajo de nuevo matrimonio con un primo de su padre. Luis “el chichas”, un viejo solterón, hombre solitario y con buen carácter pero de una simpleza que bordeaba seriamente los términos de la bobería y cuya vida había sido casi siempre la misma, soltar las cabras, después del ordeño de la mañana y pasar el día entre matorrales, pinedas y pastos bajos, cuidando con mimo de su piara, hasta que Talín, el macho cabrío dominante del rebaño amagaba con sus balidos en dirección al corral, momento de retornar y encerrar al ganado El matrimonio le trajo al viejo cabrero calor en la cama, que tanto había echado de menos y el empeño de Benita en hacer una casa en condiciones y no la asquerosa chabola de la que “el chichas “nunca se preocupó. Más de dos años de muchos esfuerzos y sudores les costó terminar de hacer la casita, con escasa ayuda dada su soledad en la cumbre, la obra resultó más que digna, gracias a la cabeza y organización de Benita. La mala suerte quiso que Luis “el chichas” la disfrutara poco unos traicioneros fríos en pleno verano, un catarro mal curado y tras dos meses de cama y fiebre, Benita comprobó que no había aliento alguno entre sus labios aquella mañana de otoño, resignada, ensilló la mula y bajó el cadáver de su ultimo marido para darle sepultura.
Benito Herranz, “el quieto” (1916-1959)
Decía su madre que el abuelo Benito, no había roto un plato ni había hecho trastada alguna de niño y puede que sea totalmente cierto. Mientras que el resto de los niños, saltaban, brincaban, trepaban por arboles y piedras, en un sin parar propio de los ímpetus infantiles a Benito se le veía entregado al reposo y la meditación, alejado del bullicio y de los extenuantes ejercicios a los que el jugar somete al organismo de los seres humanos. No puedo afirmarlo con veracidad, pero apostaría lo poco que me queda a que mi abuelo, no se pegóuna carrera en toda su vida.
El abuelo Benito, además de vago y muy guapo, le importaban pocas cosas y no le daba valor a casi ninguna, era el perfecto retrato de un viva la vida, y para que esto último se entienda, quizás lo más practico es recordar aquí, un hecho real que pasó de boca en boca entre familiares y vecinos, generación tras generación.
El 18 de julio de 1936, el día que estalló la guerra civil, Benito “el quieto” había dejado el mando del rebaño de cabras, una vez más, a la abuela Leandra, su mujer, quien le había ensillado la mula y se echó con calma monte abajo, en una de sus incursiones periódicas, para tomar posesión del taburete y mesa que hubiese libre en la cantina de Demetrio y allí trasegar con buen ritmo una frasca de vino, áspero y negro como la boca de un lobo, acompañado de unas olivas y un poco de mojama. El cantinero, viejo conocido, le tenia guardada una carta de sobre marrón tabaco que había guardado para él, cuyo remitente era el Ministerio de Defensa. En la carta, que tuvo que esperar a ser leída hasta que la frasca de vino veía su fin, se le notificaba y apremiaba al quinto Benito Herranz a incorporarse urgentemente a filas, para cumplir servicio militar obligatorio, la mili.
Hasta otra Demetrio, así se despidió, tan campante, “el quieto” y tuvieron que pasar años para que el cantinero volviera a escuchar aquella voz y ver la rechoncha figura de Benito, quien nada más salir, montó en su mula y la apremió para subir la empinada ladera del cerro. Mediada la subida, paró la mula, se echo a tierra y busco con su mirada la piedra mas conveniente para su propósito, una vez elegida la levantó y depositó la carta con su sobre en el hueco dejado para, con una leve sonrisa en sus labios, inmediatamente dejar caer a plomo la piedra, tras lo cual, se sacudió las manos y dijo: olvidao.
El caso, es que la terrible contienda movilizó a hombres de todas las edades, pero el abuelo Benito, consideró que aquello no iba con él y decidió que él no participaría en aquella locura, y se quedó en lo alto de su montaña, durante los años que la tragedia civil asolaba el país.
La abuela Leandra, hizo un mal negocio al casarse con “el quieto”, no hubo disfrute, ni felicidad, ni penas compartidas, el abuelo Benito solo disfrutaba de una buena lumbre o una hermosa sombra, según el calendario y la temporada, vino y matanza. La abuela siempre reconoció su error, pero es que no había hombre más guapo en el mundo, hijo, me decía. Mi abuela era la que bajaba de vez en cuando de la montaña y en una de aquellas bajadas ya no pudo volver al monte, su enorme barriga, embarazada, alertó a su cuñada quien la convenció y cobijó e hizo de partera, así y allí nació mi padre, tras más de doce horas de un parto dolorosísimo para una mujer tan menuda, un par de dedos por encima del metro y medio, parió a un niño que rozó los ocho kilos, según la bascula de la carbonería de su cuñada. Benito tardó semanas en conocer a su hijo, hasta que la abuela Leandra y el pequeño pudieron encaramarse a los lomos de la mula que colina arriba los llevo hasta la casa del monte.
Nada cambió en la vida del abuelo Benito, salvo que la escasa actividad y el abuso de la matanza, le llevo a un sobrepeso cada vez más creciente que puso veto y limite a una vida larga y falleció plácidamente, con una leve sonrisa en su rostro, una buena mañana sentado bajo la enorme sombra del fresno que le cobijó durante muchísimos años. Tan guapo como siempre, que ni parecía muerto, según mi abuela.
Paco Herranz, “el quieto” (1937- )
Mi abuela decía, que mi padre era el peor resumen posible de la dinastía de “los quietos”, inquieto, hábil, furtivo, jugador, seductor y sobre todo, guapo.
El dueño de la finca más grande de los alrededores, donde la caza abundaba, casi en exceso, decía que mi padre era capaz de quitarle los conejos hasta en el vientre de las madres preñadas. La niñez de mi padre transcurrió en un constante bajar y subir de la montaña, donde mi abuela seguía pastoreando el rebaño, además de criar cerdos y gallinas y en casa de sus tías, las hermanas de mi abuela, que lo malcriaron todo lo que pudieron. Empezó muy niño a trabajar en la carbonería de sus tíos, repartiendo carbón por las casas y por las fincas de los alrededores, lo cual le permitio adquirir experiencia y popularidad. Papá, pisó la escuela lo justo para aprender lo mas básico, pero a pesar de su limitada ocupación escolar, aun conserva una caligrafía impecable y es capaz de multiplicar de cabeza hasta con dos números en el multiplicador, algo de otro mundo para cabezas tan poco matemáticas como la mía.
Mi padre ha sido, desde niño, muy de venadas, en plena adolescencia, tuvo un arranque incomprensible, el valor no es una de sus inexistentes virtudes, y quiso ser torero, para lo cual se hizo amigo, de un novillero que empezaba a torear por los pueblos, que pasado el tiempo fue su más odiado cuñado, Ignacio Mejías, “arruguitas” en los carteles. Se hizo anunciar en su primer festejo, como Cagancho de Peralejo, su pelo y su tez morena, casi agitanada, le convencieron de que el ilustre nombre de Cagancho le iba como anillo al dedo. El tan ansiado debút se torno en despedida a la fuerza, porque de los escasos seis minutos que anduvo por el ruedo, cinco los paso volando por los aires en sucesivas costaladas, a plomo, en el duro empedrado de la plaza consistorial de Guadarrama, de donde salió escoltado por la benemérita al negarse a matar aquel peligroso asesino con cuernos.
La venta de carbón no daba para tantas bocas, así que se “coloco” en la Renfe, concretamente hacia rifas no benéficas en los trenes, vendía tiras de papel con diversas cartas impresas, el premio se obtenía cuando con gran destreza barajaba las cartas en medio del vagón de pasajeros, pidiendo que una mano angelical sacara una carta que felizmente premiada, y permitía al al ganador optar por uno de los esplendidos regalos que llevaba colgados en una especie de badulaque itinerante. Esta actividad permitida adicionalmente vender tabaco, mecheros, pintalabios, etc. eso si, tenia que sortear la mala baba de los interventores de la Renfe de la época, verdaderos nazis con gorra, que cuando le pillaban, le hacían pagar con creces su descarada intromisión.
El negocio ferroviario duró lo justo, hasta que fue llamado a filas y se incorporó al glorioso ejercito español, donde montó un servicio de ayuda al compañero, también dudosamente legal, aceptando hacer las guardias asignadas a otros soldados que con parné y novia no querían pasarse un sábado o un domingo metidos en una asquerosa garita, a cambio de una sustanciosa cifra económica, que el intenta ampliar hábilmente montando unas enormes partidas de cartas, en las largas noches del cuerpo de guardia, donde casi siempre desplumaba a compañeros y a algunos suboficiales chusqueros que muy ufanos pensaban que los galones y la edad les iban a dar alguna ventaja. Mi padre siempre ha dicho que ganó mas dinero en el año y pico de mili que en todos sus años con el carbón y con el negocio de ferrocarriles y tómbolas.
Terminada la mili, mi madre tuvo la mala suerte de tropezarse con la cara bonita de “el quieto” una tarde que volvía del sanatorio de toreros, donde su hermano, mi tío Ignacio “arruguitas” dolorido, intentaba recuperarse de su enésima cornada, esta más incomoda que ninguna, porque aquel novillo cabrón colorao ojo de perdiz le había destrozado los esfínteres, asi como suena. Mi madre, Julita Mejias, quedó hipnotizada de por vida por aquellos ojos verdes, la tez morena y el bla,bla,bla y así, a pesar de todo lo que contare ahora a continuación, estuvo hasta el ultimo de sus días. Mi madre, era una maravillosa mujer, buena, piadosa, sencilla, trabajadora y de una honradez exquisita, solo tuvo un gran defecto en su vida, escuchar solo al corazón enamorado hasta las trancas de mi padre.
El noviazgo, cambio la óptica en los negocios de mi padre, volvió a los trenes, con una táctica mas elaborada y previsible, consiguió “el permiso” de aquellos estirados nazi-interventores por medio de un lubricante maravilloso consistente en el 20% de las ventas de las tómbolas, además de proporcionarles, a precio inigualable algunas cosas y ensere. Precisamente a raíz de estas ocasionales ventas, nació en mi padre la ilusión de convertirse en el mejor vendedor o comercial del país, bueno, por lo menos de la sierra de Madrid, territorio duro como pocos para la venta a domicilio, pero él contaba con feroces herramientas para esta lucha; planta, cara bonita y labia de sobra.
Como decía, mi padre se inició en la venta a puerta fria, es decir, puerta a puerta por esos pueblos serranos, para vender cosas tan diversas como planchas, televisores de color Elbe, maquinas de coser Singer, aspiradoras Philips o tricotosas para que las amas de casa trabajaran en casa confeccionado millones de jerséis y se hicieran infinitamente ricas, no iba descaminado, ahí tenéis a Amancio Ortega. En esas idas y venidas, sospecho hubo alguna que otra discreta y secreta partida de cartas, el juego formalmente estaba prohibido en aquella época, siempre he pensado que muchas veces pudimos comer gracias, al fiado de los tenderos, y a estas guanacias, porque en la venta de electrodomésticos ocurrían cosas muy raras. Antes de contaros una clarificadora anécdota del porque de mis dudas sobre la eficiencia comercial de papá, comentaros que en mis primeros años de vida, puede que viviéramos como arrendatarios en cuatro localidades distintas y en no menos de otras tantas casas distintas, normalmente los traslados o cambios de vivienda los hacíamos de noche y con cierta prisa. Pues bien, un buen día, aparece mi padre con un camioncillo, un Ebro de la época repleto de maquinas de coser, con la intención de invadir la casa y dejándonos con un mínimo inaceptable de espacio para vivir, al parecer había conseguido un precio de infarto al comprar directamente a la fabrica aquel lote inmenso. Supimos convivir con las maquinas de coser durante varios años, de hecho, se convirtieron en un gran estorbo para aquellas mudanzas repentinas que a veces nos veíamos obligados a hacer. El caso que la mitad de aquellas maquinas se las recompro el distribuidor oficial de la zona, previo ajuste técnico a la baja de su precio.
El trabajo tan comercial de mi papá le obligaba a veces a pasar semanas fuera de casa, y eso que su zona de caza no llegaba a los cien kilómetros cuadrados, jamas le escuche “he dormido en tal pensión o en tal otra”, yo en mi ingenuidad de niño llegue a pesar que dormía en las salas de espera de las estaciones de tren o autobús. Una vez le escuche a mi abuela Leandra (su madre) decirle a mi mamá; Julita ojos que no ven, corazón que no siente, pero mi madre, en sus oraciones nocturnas diarias, siempre pedía por él y porque su conciencia estuviera limpia ante los ojos de dios. Una vez, acababa yo de hacer la primera comunión, mi padre paso una emporada larga sin aparecer por casa, mi madre y mi abuela nos dijeron que estaba trabajando, durante una época, en Barcelona, casualmente mi madre cada quince días se iba a Madrid a visitar a mis tíos, con los que llevaba años casi sin relación alguna, la pobre siempre volvía de aquellos cortos viajes, ojerosa y decaída, años más tarde en una discusión mi madre, con su tono moderado y dulce, le reprochaba a mi papá, la vergüenza que le había hecho pasar en las tristes colas a la puertas de Carabanchel, se refería a la cárcel, claro.
Las ausencias de mi padre nos afectaron a todos, siendo yo un chaval, uno de esos amigos de la infancia cuyo nombre no recuerdo me dijo, a mi, mi padre no me pega nunca, ni a mi el mío, conteste yo, nos ha jodido si no esta nunca, y era verdad. Otra vez la carnicera de un pueblito donde vivimos, esperaba yo educadamente mi turno, y la carnicera con mucha retranca, se dirige a la mujer que atendía y le dice, ay Eladia si ahora en el pueblo tenemos hasta huérfanos con padre, ¿Qué te parece? No supe en aquel momento interpretar la maldad de aquella sebosa señora, que por cierto más que filetes, yo los veía no los compraba, los cortaba como si fueran tasajos, ojala la vida le haya hecho pagar tan gratuita maldad.
Entre ausencias, supongo, salvo milagro, se engendrarían mis dos hermanos, Paquita y Fede, por Federico, años más tardes, nosotros tres en la boda del hijo mayor de mi tío, el frustrado torero “arruguitas”, mi madre ya no estaba en este valle de lagrimas y mi padre no fue invitado, se nos presentó uno de los camareros como Benito, un tipo simpático y agradable, ya con los licores desbocados, aquel camarero dijo ser nuestro hermanastro, añadiendo que nada quería ni pedia, pero le parecía de justicia que lo supiéramos. Yo le conteste que gracias, pero que no había nada que querer ni pedir, excepto deudas. Mis hermanos no creyeron esta aparición fraternal, a Fede lo tuvimos que agarrar para que no se partiera la cara con aquel hombre, pero había algo en él tan familiar, que a mi me entraron unos terribles presentimientos, que pude confirmar días más tarde, y efectivamente, todo hacia pensar que era hijo de mi padre, le desee suerte y me fui, jamás le he contado nada a mis hermanos, cuando se lo dije a mi padre, este se encogió de hombros y dijo; no hagas caso hijo, habladurías.
Así transcurrieron los años, los desastres se sucedían y nosotros procurábamos saber lo menos posible, en sus últimos años en el planeta comercial y un tanto acorralado, se dedicó a colocar a amigos y parientes pólizas de seguros para coches y viviendas, a precios rompedores que el vendía como un gran favor, cuando en realidad eran tan baratos porque las oberturas eran exiguas y no se correspondía a lo que papá les ponía en un anexo escrito a maquina, como “condiciones particulares”, así que cuando alguien tenia un encontronazo en cualquier esquina con otro coche o se le rompían unos cristales del ventanal del salón por un balonazo del vecino del 3ºA, había lio con aquellas malditas condiciones particulares. Pero el mundo del seguro no lo había visto todo, y entonces llegaron un puñado de compañías de seguros extranjeras, todas ellas poderosísimas y con técnicas de ventas de última generación. Al llegar a España y para conseguir una rápida introducción en el mercado, además de alquilar o comprar las mejores oficinas de la ciudad, contrataban a agentes de seguros experimentados, con amplias y sostenibles carteras de clientes y les proporcionaban unos cuantiosos anticipos sobre las futuras comisiones. Mi padre, que estoy seguro falsificaría su cartera de clientes, con su labia y presencia habitual, le anticiparon algunos millones de pesetas, que jamás recuperaron, pese a las demandas y pleitos, la insolvencia en mi padre era congénita el caso que ningún juez tuvo la sensatez o el valor, de mandarlo de nuevo a la sombra.
A resultas de aquel trajín de demandas y juicios, gracias a Fernando, gran abogado y marido de mi hermana Paquita, salió indemne, pero su salud se resintió y le jugo una mala pasada y una traidora e inesperada angina de pecho, le acojonó de por vida. En ese instante, mi hermano Fede, que dirige una empresa de limpiezas, obró un esperanzador milagro, un magnifico puesto de portero titular con derecho a vivienda en un magnifico edificio-urbanización en una esplendida zona residencial a las afueras de Ávila, era el lugar más lejano que encontró Fede y asegurarnos una distancia suficiente de seguridad con todos nosotros. Hay que reconocer que durante los años que estuvo allí, siempre nos temimos, la llamada de la policía, una carta certificada de citación en el juzgado o sencillamente encontrárnoslo en la puerta de casa con la maleta y su carita de pena, pero nada de eso ocurrió, es más, se mantuvo en su portería hasta muchos años después de la edad reglamentaria de jubilación, ¡¡oh milagro!! y ahora vive en una confortable residencia para mayores, también en la ciudad de Ávila, con una simpática señora, Manoli, ya viuda, que curiosamente era propietaria de uno de los grandes pisos donde fue portero tantos años. Y dice ser feliz, y esta vez todos le creemos, con mucha sorna nos dice que, por fin, ahora nadie le conoce por “el quieto” y eso también le reconforta y muchos.
-Se acabó (la historia)-
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