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UNA BREVE HISTORIA - Juan Carlos Manzano



LA FORTUNA DEL TAHÚR

Juan Carlos Manzano


Para Alberto, ese gran telonero


Gervasio Alcubilla Magín (1877 -1936), nunca anduvo sobrado de virtudes, pero tampoco fue un hombre plagado de grandes y graves defectos, si exceptuamos uno: el más influyente y decisivo para él. Gervasio Alcubilla era desesperadamente holgazán. 

Su padre, se empeñaba en llevarle contra la corriente de su propia naturaleza, y pretendía hacer de él un hombre de provecho, a base de atiborrar sus días de obligaciones y tareas, como hacía con el resto de sus hermanos, en el negocio familiar.

.  Pero el destino quiso, que Gervasio fuera señalado por la diosa Fortuna, quien le puso en bandeja una placentera y cómoda “virtud”: su increíble suerte en los juegos de azar. 

Gervasio nació en el pueblo de Villaverde, que en aquel entonces contaba con poco más de mil habitantes. Él fue el quinto, de los nueve hijos, seis de ellos, dentro del matrimonio, que le sobrevivieron, entre tantas fiebres y epidemias, al que, según se decía, era el mejor guarnicionero de toda Castilla la Nueva.

Gervasio Alcubilla, cansado de tanto regate para escurrir el bulto y eludir el pesaroso esfuerzo de trabajar cada día, se escapó a Madrid, a los 17 años de edad, portando un pequeño hato de ropa y algunas monedas de plata; que tomó prestadas, la noche antes de su partida, a su progenitor.

La casualidad quiso, que aquella calurosa tarde, en la sombreada arboleda, nada más cruzar el río Manzanares, Gervasio se topara con un grupo de variopintos rufianes callejeros, que armaban un gran alboroto mientras cruzaban apuestas en una partida de dados.

Un par de horas después, a punto de anochecer, Gervasio, sudoroso, se echaba al coleto un cuartillo de un blanco fresquito de Valdepeñas y pagaba un mes por adelantado, por ocupar un camastro en la venta y posada del Macareno; sin tener la necesidad de echar mano a ni un solo céntimo de plata de los que le había trajinado a su padre en Villaverde.

La Arganzuela originariamente era un amplio y rico paraje, en pastos y algunas huertas, que aprovechaba las irregulares aguas del río Manzanares, cuya margen izquierda ocupaba en exclusiva. En aquel paraje estaba enclavada la posada-venta del Macareno y ese fue, el nuevo domicilio de Gervasio Alcubilla. También allí, en su segunda noche de estancia en la venta, tuvo su primer encuentro con los naipes. 

A la partida se le fue la noche entera y transcurrió entre jaleo y requiebros, en un cuartucho aislado que existía en la venta del Macareno, donde se guardaban los útiles para la matanza.  Aquellos trastos fueron testigos del primer desplume colectivo, que perpetró el joven Gervasio, a aquel grupo de viajeros de diversas procedencias, además, de un estirado y elegante caballero que fue su última y más longeva víctima.

El día estaba claro cuando los pesarosos contendientes y su verdugo, Gervasio Alcubilla, salieron y sintieron, de inmediato, el relente del cercano río. De forma inesperada, surgió una extraña camaradería entre el elegante caballero y el joven Alcubilla. 

—Parece chaval que han puesto la suerte a tu nombre —le dijo don Miguel Usera encendiendo un oloroso cigarro habano—.

Don Miguel Usera, no quiso ser militar, como su padre y hermanos. Él tenía vocación de rico y empezó siendo un próspero constructor y hombre de negocios, y terminó su vida aquejada de mil males, pero dejando a sus hijos una hacienda rebosante de bienes raíces y de mucho, mucho, oro.

Tres o cuatro noches después, don Miguel Usera se presentó en la venta, acompañado de dos orondos caballeros, de gran porte y caros ropajes, que miraron a Gervasio Alcubilla como si el joven hubiese llegado de Marte y tuviera tres ojos bizcos. Sin saludar siquiera, se sentaron en la mesa de juego y, además de pedir el mejor vino y ricas viandas, encendieron con estudiada parsimonia, sendos tabacos recién llegados, desde la factoría, de uno de ellos, en Vuelta Abajo, Cuba.

Gervasio Alcubilla, no se sintió intimidado en ningún momento, hasta les ofreció varias de sus amplias y radiantes sonrisas, con esa frescura suya sin fondo de malicia. Mientras, sin tomar asiento, don Miguel Usera, contemplaba la escena, divertido y expectante.

Hubo cena, recena, desayuno y la timba duró hasta la hora del almuerzo. La cuenta de lo consumido fue un bálsamo para el Macareno, que vio, en aquello, una inesperada fuente de ingresos. Todos los presentes, orondos o no, acabaron más livianos y más pobres, al salir, que cuando entraron el día anterior a aquel cuarto, excepto Gervasio Alcubilla. 

El sol se hacía notar y anunciaba calor. Miguel Usera, cogió al joven Gervasio por el brazo y se alejó con él, en dirección a su carruaje, que le espera, pacientemente, desde la noche anterior.

—Anda, sube, te acerco a la Cibeles. Todo el dinero que llevas encima es muy goloso y tentador; te conviene abrir cuenta en el Banco de España.

—¿Paqué?—dijo Gervasio, que nada sabía de lo que era una cuenta y menos aún, que era el Banco de España.

* * * *

Las cosas por la isla de Cuba no pintaban nada bien.

Don Miguel Usera, tenía información de primera mano y había algo que le rondaba la cabeza, desde hacía días.

Las partidas en la venta del Macareno, se empezaron a escuchar por muchos sitios y llegaron a un buen número de oídos interesados. Don Miguel Usera, cliente habitual, que de vez en cuando le pedía al Macareno que le metiera en el horno de leña, un par de cabritos para convidar a los empleados municipales, comisarios y otras gentes de orden, que le facilitaban luego construir y hacer y deshacer a su personal discreción y antojo; fue su principal propagador.

Uno de los orondos personajes de la partida anterior, esta vez sin encender con calma y maestría tabaco alguno, se presentó una de esas noches, muy fuera de sí, nervioso, con prisas por buscar la revancha. Lo que no sucedió.

Aquel hombre perdió la compostura y la bolsa, airado y sin un solo duro de plata, se fue murmurando entre dientes. Enterado don Miguel Usera, le previno al joven tahúr —cuídate de este morlaco, que no está acostumbrado a perder, ni a que un pelagatos de Villaverde, le mire de frente, y encima le sonría—.

Algunas noches, don Miguel Usera, solo se limitaba a saborear, un viejo coñac de Jerez y observar el desarrollo del juego; todo aquello en el fondo le divertía. Sin duda, él fue el primero, y casi el único, que dedujo que aquel joven, además de tener la suerte encadenada como un reloj de bolsillo, sabía jugar y, de una manera o de otra, conseguía encelar al resto de jugadores que, terminaban desplumados y sin casi darse cuenta.

Las horas en las que Gervasio no jugaba, las dedicaba a la holganza. Dormía profusamente y, tras cada despertar, comía con voraz apetito. Tampoco el mozo de Villaverde se propuso nunca hacer actividad alguna, excepto, acercarse a la alameda cerca del río y sentarse apoyado en el tronco de un grueso árbol a dejar pasar el tiempo. Pero aquello cambió de rumbo, cuando la actual y tercera esposa del Macareno, una joven pizpireta y resultona (el Macareno había enviudado de las dos anteriores), le pidió que la acompañara al sótano, donde al parecer los ratones campaban a sus anchas entre las tinajas de vinos y aguardientes, e intentaban descaradamente, encaramarse a las estanterías, donde se asentaban quesos, mantecas, morcillas y lomos embuchados.

Raro era el día, que la pareja, no pasaba un buen rato al acecho de los roedores, entre suspiros, gemidos y placenteras risas.

* * * *

La carta de su hermano, el teniente Leopoldo Usera, franqueada desde Santiago de Cuba, le dejó preocupado. Apenas probó bocado, durante todo el día. A media tarde, después de despachar varios asuntos con el notario y sus abogados, se llegó hasta el coqueto palacete, justo enfrente del hipódromo de la Castellana, donde residía su hermana Virtudes y la familia de esta.

Las noticias sobre las primeras levas de soldados con destino a la isla caribeña eran cada vez más insistentes e inquietantes. Todo parecía inminente e inevitable.

Solo había algo que le hacía olvidar su preocupación, aunque fuera algo momentáneo: la próxima visita al Casino de Madrid.

Gozoso y divertido, el prohombre, le prestó uno de sus buenos trajes y sombrero de copa al joven Gervasio Alcubilla y se lo llevó en su carruaje hasta las puertas del antiguo casino de Madrid. Allí, antes de descender del coche de caballos, don Miguel Usera le metió veinte monedas de duros en los bolsillos del chaqué prestado a Gervasio Alcubilla: toda una fortuna.

—Vamos a ver, Gervasio, si lo de tu buena suerte es verdad o nos has engañado a todos —le dijo—. Hoy, deberías resarcirme de los muchos duros que me has chuleado en la mesa de juego.

Gervasio Alcubilla entró en el casino aguantándose la risa como buenamente pudo Aquellos dos hombres que aparentaban guardar la ostentosa puerta enrejada del gran casino de Madrid, bajo la luz de dos grandes faroles, vestían con unas casacas de paño verde, rematadas con unos primorosos entorchados dorados en las mangas, pañuelo blanco al cuello. Las calzonas, también de paño negro y unos relucientes zapatos de plateadas hebillas, le hicieron una sutil reverencia al pasar, algo que provocó una risotada destemplada del joven.

El majestuoso casino de Madrid, le pareció, al embobado joven Alcubilla, un deslumbrante palacio, inimaginable e incomparable, con la estrecha y humilde casa donde se crio, allá en la planta alta de la guarnecería en la plaza de Villaverde. 

La ruleta, un empobrecedor invento francés, era completamente desconocida para Gervasio Alcubilla que, deslumbrado por la elegante y barroca decoración del casino y el porte de los caballeros y de las escasas damas, se tomó su tiempo y dejó pasar unos cuantos giros del artilugio. Alrededor de la mesa, varios hombres de mediana edad y un par de mujeres con pinta aristocrática, no apartaban sus miradas, como poseídos, por aquella rueda. Nadie reparó en aquel joven, con un traje que le venía un tanto estrecho, hasta que ya confiado empezó a utilizar su secreta baza: la suerte.  

En la historia de la roulotte del casino de Madrid, la que al menos recordaban crupieres y el jefe de sala, no se había visto a nadie ganar cinco veces, cambiando de número, casi de forma continua. Tal acontecimiento pareció encender las alarmas y la inquietud de un azorado jefe de sala, hasta que se acercó a Gervasio, y muy cortésmente, le ofreció por cortesía de la dirección del casino, un refrigerio consistente en un delicioso y frío champán, servido por un atildado lacayo y unos minúsculos panecillos con arenques ahumados, salpicados por unas finas rayaduras de huevo duro. 

Aquel cosquilleo, de esas extrañas burbujas del rubio brebaje francés, hicieron presa en el paladar de un joven, que solo había trasegado, en su corta vida, algún pasable Valdepeñas y un recio aguardiente.

A una seña de su interesado mecenas (don Miguel Usera), Gervasio Alcubilla, levantó el culo del cheslón de fino y suave paño, y entre las miradas expectantes de una parte de la sala, se sentó en la mesa y repitió la suerte en tres tiradas al temido número 13. En las tres ocasiones, la bolita saltó alocadamente, hasta terminar en la ranura del casillero elegido por Gervasio Alcubilla.

—¡Esto es increíble! — dijo con gesto avinagrado la mujer, casi una anciana que pasaba por ser una de las duquesas más ricas de la época, mientras la otra dama que la acompañaba, le guiñaba un ojo; algo que Gervasio no supo muy bien cómo interpretar —.

Después de acumular una fortuna, en poco más de una hora, champán incluido, sin atender al gesto de su valedor, que quería que el asalto al casino se prolongara unas cuantas tiradas. 

El reparto de los beneficios fue a partes iguales, así que Gervasio Alcubilla, al día siguiente, se vio obligado a volver por el Banco de España.

* * * * 

Diego Mendoza y Usera, era sobrino y el ahijado de don Miguel Usera. El joven había sido pasto de distintas enfermedades desde muy niño, que habían conseguido mermar su salud y sus defensas, hasta el punto de haber recibido, el sacramento de la extremaunción en dos ocasiones.

La desdicha entró en el palacete de la Castellana, donde Virtudes Usera, creía morir de angustia, aquella luminosa mañana, cuando se recibió la notificación oficial para que el joven Diego Mendoza y Usera, se incorporase a filas. 

Su destino irremediable, era partir, en un par de semanas, a Cuba.

Don Miguel Usera, lo vio venir, mucho antes de que aquel sobre azul llegase a manos de su hermana y sobrino. 

Él, y solo él, podría cambiar aquella carta de destinatario.

* * * *

43 duros de plata, los mismos que el joven Alcubilla le había entregado como su parte de las ganancias en el casino de Madrid; además, del firme compromiso, con carta firmada por él, para que su hermano, el teniente Leopoldo Usera le reclamase como asistente personal al joven soldado Gervasio Alcubilla, nada más pisar Cuba.

El dinero podía comprar un sustituto; era una redención autorizada, que evitaba a los hijos de los ricos defender valientemente a la patria, como hubiera sido su deseo ¡seguro! En el caso de Diego Mendoza y Usera, su plaza fue ocupada sorprendentemente por Gervasio Alcubilla, quien había rechazado la primera oferta de don Miguel Usera.

¿Qué es lo que le había hecho cambiar de parecer?

La noche anterior, la policía gubernativa, entró en tropel en la venta del Macareno, sin que nadie supiera explicar las causas. En mitad del revuelo, a la tercera mujer del Macareno, le pareció que todo aquello, era por cuenta del joven Gervasio, y rauda, le mandó aviso con uno de los mozos de la cuadra. Gervasio Alcubilla se descolgó por una ventana y se escabulló, al amparo de la noche, en la alameda junto al río.

Tiempo después, se supo, que el origen del asalto policial, corría por cuenta del orondo personaje, vapuleado por el joven Alcubilla en sendas partidas; a quien le faltó bien poco para consumar su venganza.

Fue gordo el alboroto y ese no fue el único que se produjo aquella noche en la venta del Macareno, aunque, al parecer, los dos tenían un único “culpable”.

La mañana siguiente amaneció hermosa y liviana. Gervasio Alcubilla dormía acunado entre las marcadas raíces de un gigantesco abedul; y el murmullo del correr del agua del río, le habían ayudado a prolongar su sueño, y eso que andaba en ayunas desde el almuerzo del día anterior; sus tripas empezaban a protestar, quejosas y vacías. 

Nada parecía quitarle el sueño, ni el susto de la pasada anoche, hasta que llegó Simón, el mozo de cuadra, quien sudaba copiosamente y nervioso, miraba a todas partes como a quien le persigue la muerte.

—Tienes que escapar, Gervasio, la señora me ha dado tu ropa, el amo (el Macareno) te anda buscando, con la faca en la mano. — Le dijo casi sin poder respirar, Simón—.

—Y, ¿qué mosca le ha picado al viejo ávaro?, ¿No será por lo de anoche? —preguntó, más por curiosidad que porque le importase, el joven Alcubilla—.

—¡Joder, Gervasio, pareces un mueco!, pues que has dejado preñá al ama ——le contestó Simón—.

—¡Hostias! —— contestó Gervasio, se levantó de un salto, le quitó el hato de las manos a Simón y cogió, a buena marcha, la orilla del río, en dirección a la casa de su benefactor.

El Macareno, no había tenido hijos en ninguno de sus matrimonios y eso, complicaba mucho aquel embarazoso asunto. 

* * * *

Dos días de juerga grande después, se unió agotado y quejicoso a los más de dos mil hombres, algunos caballos y un buen número de carros y carretas que salieron por la carretera de Aragón, dejando atrás a la bellísima Puerta de Alcalá en dirección al puerto de Valencia, donde unos endebles cascarones viejos y apestosos, llamados ostentosamente vapores de guerra, los trasladarían a Cuba.

En Cuba, y tras quince días de periodo de instrucción, Gervasio Alcubilla, fue reclamado por el teniente Leopoldo Usera, que esperaba en pocos días ser ascendido a capitán. 

Cuba fue, para Gervasio Alcubilla, desde el primer día: moscas, mosquitos, miseria, calor insoportable y mala comida. Los soldados veteranos presentaban todos, sin excepción, unos cuerpos desvencijados de perfiles quijotescos con un generalizado desaliño y molicie evidentes. A Gervasio solo le gustó de aquel lugar las mujeres, que pese a la miseria eran guapas, y sobre todo le llamaban la atención sus luminosas sonrisas. Tardó solo unos días en percibir que la mayoría de aquellas sonrisas eran un cebo para que los españolitos soltaran unas pocas monedas por un rápido revolcón en cualquier camastro o rincón. Las tropas españolas se rascaban fundamentalmente la entrepierna, el mal francés y otras enfermedades venéreas, causaban más bajas, en aquellos momentos que las incursiones de los insurgentes.

Pero la más deslumbrante de todas era Catalina Bú, una bellísima mulata, así se llamaba la “mucama” del General Vaquerizo, quien mandaba el Regimiento de Infantería Castilla, donde el inminente capitán Leopoldo Usera, prestaba sus servicios como jefe de la segunda compañía. No le hizo falta ni un día, en las largas y aburridas jornadas en la base del regimiento en Pinar del Río, en darse cuenta de que Catalina Bú, no limpiaba, ni cocinaba ni atendía las ropas del general, solo su cama.

- —Te he visto mirar a la mucama del general, de una manera que te puede costar unos latigazos o un consejo de guerra, ten cuidado. —le dijo el timorato teniente Usera —.

- —A la orden, mi teniente —contestó Gervasio, para después de forma inmediata pasar a preguntarle —: ¿aquí se puede jugar a las cartas o a los dados con dinero?

La paga a la soldadesca andaba de retraso en retraso, algo usual, por otra parte. Después de tres semanas de milicia, Gervasio Alcubilla que solo atendía las necesidades, que eran más bien pocas, del introvertido teniente Usera, ya tenía apuntada con extraños símbolos (no sabía escribir) una larga lista de deudores que se habían empeñado en perderlo todo contra aquel recluta enchufado, que alguien bautizo como “el fortuna”. El sonido del cubilete, con los dados echando fuego y las exclamaciones de la tropa reunida en un corro apretujado y numeroso, empezó a ser rutinario y atrajo la atención de todos.

La cosa empeoró, cuando algunos sargentos, probaron suerte, la voz se corrió y en varias ocasiones fue invitado al pequeño comedor de oficiales, pese a la negativa de su teniente en permitírselo. El capitán Mengíbar o el sargento Luis Magallón, llegaron a alcanzar una deuda, que solo podía ser resuelta, si salvaran el pellejo y la guerra durase varios años, cinco o seis por lo menos.

Y para terminar de ponerlo todo patas arriba, la bellísima mucama Catalina Bú, aburrida de sus largos días y ante la ausencia del general que andaba el hombre en pleno estudio de la próxima e inminente ofensiva, entre planos y relieves en un interminable conclave con el alto mando del Estado Mayor en el palacio del gobernador militar en La Habana, decidió pedirle a aquel popular soldado, “el fortuna” que le enseñara a jugar a los naipes y a mover el cubilete.

Catalina Bú, meses después, cuando las tropas salieron pitando perseguidos por aquellos fieros insurgentes comandados por el jefe de la revuelta el “general” Maceo, solo tuvo lágrimas para aquel muchacho joven de Villaverde, ni feo ni guapo, que, de forma entusiasta, le enseño a jugar y al parecer la hizo muy feliz.

Pero antes de ese tierno momento sentimental de Catalina Bú, el regimiento se puso en marcha, y las primeras semanas de la guerra envenenaron el orgullo de la tropa; los triunfos se sucedían en cada intento. Pero aquello le era ajeno por completo al soldado asistente Alcubilla, que cada tarde montaba la tienda de campaña donde pernoctaba el ya capitán Usera, buscaba agua y leña, preparar las viandas, etc., además de tener que soportar aquellas lluvias torrenciales y el posterior rastro del pegajoso calor que hacía tan felices e hiperactivos a los temibles insectos. Las partidas quedaron suspendidas, pero la preocupación máxima de Gervasio Alcubilla era que no se le murieran o se hicieran matar su larga lista de deudores, en especial el capitán Mengíbar y aquel simpático sargento, Luis Magallón, quien tenía fama de bravo y de que cada plomo que disparaba hacia diana siempre en carne enemiga.

La batalla, que luego en algún periódico se llamó “Las Tumbas de Torino”, duró tres días y sus noches, donde nadie pudo comer, ni dormir. Los enemigos acosaron a las tropas españolas por todos los flancos posibles, además de intentar en dos rápidas incursiones en apoderarse de varias piezas de artillería, que fueron retenidas a base de emplearse a fondo con la bayoneta calada y a toque de degüello.

La guerra iba de mal en peor, y el general Vaquerizo ordenó un movimiento sorpresa desde el este, contando con la “ayuda” de los primeros rayos de sol como elemento molesto para aquellos carniceros que comandaba el insurgente Maceo. Pero la estrategia falló, por completo, y una emboscada de los hombres de Maceo, empezó a sumar un número de bajas preocupantes, en especial para Gervasio Alcubilla, entre ellas las del capitán Mengíbar, que cayó fulminado de un plomazo en forma de tercer ojo en el centro de su frente.

- —Se jodieron tres duros y dos reales —se dijo el soldado Gervasio Alcubilla, agazapado detrás de la mula, donde viajaban las pertenencias de su capitán y sus más preciados activos: una grasienta baraja de naipes y un cubilete de piel de becerro—.

Pero el miedo, aquel desconocido para Gervasio, se hizo presente la última madrugada en que el regimiento aguantó la posición en el barranco de Torino. La profunda hondonada, llena de maleza, piedras y árboles astillados, era el último “fortín”, después solo quedaba correr a campo abierto. Los hombres de Maceo se hacían matar en cada embestida que ordenaba aquel general de voz ronca y potente, con una fiereza desconocida e irracional.

––Estos tipos están poseídos por el maligno —decía en voz baja el sargento Luis Magallón, mientras preparaba sus plomos—.

En el pequeño refugio donde se agazapaba el soldado Gervasio Alcubilla, con la mula ya de cuerpo presente, desde hacía unas horas, en forma de parapeto, quien llevaba por arma un miserable y roñoso machete, un reducido grupo de la compañía del capitán Leopoldo Usera disparaba sus fusiles con conocimiento, he intentado mantener la calma, no sobraban las municiones precisamente. 

Agotados, sin comida y con poca agua, el miedo se adueñaba y recrecía en cada oleada de las tropas de Maceo, cada vez más insolentemente valientes. 

Cuando llegó la tarde de aquel 27 de septiembre de 1896, las famélicas tropas del General Vaquerizo, exhaustas y sin apenas plomos en sus cartucheras, sintieron el aliento en sus rostros de las hordas de Maceo, quienes entraron en tromba en los distintos rincones de la hondonada a machetazo y plomazo limpio.

En pleno desbarajuste de hombres, cuerpos, disparos y alaridos, el pánico se hizo presente en el reducido espacio de aquel improvisado bloqueo defensivo. Los cuatro soldados, el sargento Luis Magallón y el asistente Gervasio Alcubilla, comprendieron que, para salir con vida de allí, no podían contar con un atenazado capitán Usera, presa de un ataque de pánico que le mantenía encogido, sollozando agazapado en un apestoso rincón.

Cuando el cornetín de órdenes, tocó generala, se decía así para no llamarlo con el deshonroso nombre de retirada, lo que en realidad significaba aquel toque militar, en este caso, una “retirada” a toda prisa. Aquello les pareció música celestial para los machacados defensores. Las tropas, pese a la presión suicida de los de Maceo, iniciaron un repliegue que se pareció más a una desbandada de sálvese quien pueda que a un repliegue táctico de manual. Y en esas estaba el grupo del incapaz capitán Usera, cuando varios individuos desarrapados se interpusieron en su camino y la lucha fue más feroz aún. La importante deuda contraída, por su mala cabeza y peor suerte, por el sargento Luis Magullón, fue condonada sin mediar palabra alguna, en el momento que la afilada bayoneta del sargento atravesó la carótida de aquel tipo feo, maloliente y sudoroso que logró atenazar en el suelo al indefenso soldado asistente “el fortuna” (Gervasio Alcubilla), con evidentes deseos de matarlo como a un perro. 

El resultado de aquellas horribles jornadas aún permanece en la controversia de unos datos que no cuadran entre vencedores y vencidos. Lo único que Gervasio Alcubilla supo, muchos años después, es que el sargento Magallón fue uno de los condecorados por su valor con la Cruz de Plata con distintivo rojo y una pensión de 2,50 pesetas. 

* * * *

Famélico y agotado, el desembarco en Valencia no era el final de una agónica aventura, para casi nadie. Cada cual, por su cuenta y riesgo, debía continuar, allá donde quisiera ir; contando únicamente con sus propios medios, en largas caminatas por caminos inseguros y, en muchas ocasiones, solitarios.

Gervasio Alcubilla, llegó un frío atardecer a una venta, pegadita al camino que terminaba en Madrid, a su paso por la localidad de Almansa. La dueña, una lozana viuda y sus dos hijas, regentaban un lugar de mucho tránsito y ajetreo.

Después de cenarse dos platos de unas alubias con liebre, que hubieran hecho resucitar a Lázaro, por segunda vez, y con la poca anatomía que aún le quedaba a Gervasio Alcubilla, este, reclamó unos naipes e invitó a los parroquianos colindantes, a unas manos de julepe. Un rato después, con un puñado de nuevas monedas en el zurrón, se le antojó buscar consuelo entre los brazos de la dueña de la venta, quien se avino presurosa. La pobre llevaba el luto desde hacía ya demasiado tiempo.

Dos años, duró aquella parada en Almansa y no terminó, como debiera.

El sobrino mayor de Gervasio, se llamaba Teodoro Alcubilla y era empleado de los Ferrocarriles del Norte. Trabajaba como maquinista de maniobras, conduciendo una potente máquina de vapor, en la estación de Peñuelas, punto neurálgico en el tránsito de mercancías por ferrocarril, además de ser la principal aduana ferroviaria.

Teodoro, vivía, en una modesta vivienda que formaba parte de una corrala, propiedad de don Miguel Usera, a unas pocas zancadas de la estación donde trabajaba. 

A Teodoro Alcubilla le costó reconocer a aquel hombre, que decía ser su tío, con el recelo propio, de quien siempre había oído hablar, más bien mal, y al que no veía desde que era muy niño.

Tras unos instantes de duda, el bueno de Teodoro le franqueó el paso a Gervasio Alcubilla y a su jovencísima acompañante, preñada de varios meses, quien había dejado atrás, en la venta de Almansa, a su desconsolada madre y a su hermana.

Casi de inmediato, las noticias en aquel Madrid tenían una extensa red wifi, en cada esquina, taberna o parada de abastos; se presentó don Miguel Usera, quien le ofreció un trabajo hecho a la medida de Gervasio, si este aceptaba otra original propuesta.

Las faraónicas obras del nuevo matadero municipal de Madrid estaban a punto de comenzar. Ni que decir tiene que don Miguel Usera, era el constructor y era necesario cubrir el puesto de vigilante en la entrada principal de la obra. O para ser más exactos, en la salida, porque aquellos edificios se iban a construir, a base encofrados y con hormigón armado, y eso implica muchas toneladas de hierro, además de acero, materiales casi prohibitivos en la época.

Para evitar la rapiña y la sisa, alguien debía asegurarse que los carromatos y carros que salieran de la obra, iban limpios y morondos.

El puesto en sí requería una buena silla de mimbre y un culo dispuesto a soportar diez horas sentado.

La condición especial que iba aparejada a la encomienda de vigilante, era que el hombre que en Cuba le llamaron “el suerte”, participara en unas partidas de póker, cada viernes y sábados por la noche, al resguardo, en un prestigioso lupanar, del que se decía que el alcalde era uno de sus dueños. 

Los beneficios que perpetrara Gervasio Alcubilla, entre sus compañeros de mesa y tapete, se repartirían a medias.

Esta joint venture o U.T.E, duró hasta el año 1918, en el que las obras del matadero, por fin, y después de años de retraso, se pudieron inaugurar.

Durante ese tiempo a Gervasio le nació un hijo y don Miguel Usera, iba perdiendo fuelle por culpa de su salud.

A partir de esa fecha, las cosas cambiaron a peor, para ambos. 

Gervasio se quedó sin la silla de mimbre y sin jornal, y el nuevo alcalde de Madrid, D. Joaquín Ruiz Jiménez, se puso muy pesadito con lo del juego y las partidas en el lujoso burdel fueron suprimidas.

* * * *

Don Miguel Usera, murió sin despedirse, de repente, mientras leía el periódico en el casino de Madrid, a finales del año 1927. Su hijo, del mismo nombre: Miguel, un joven señorito, elegante, inteligente y ambicioso, toma el relevo en sus negocios.

Don Miguel Usera hijo, fue un brillante adalid del ventajismo, magnífico corruptor, con un afinado olfato para saber de qué pie cojeaba cada cual. Sus negocios florecieron y dejaron muy atrás la herencia recibida. Sin embargo, sus muchos y a veces crueles vicios le llevaron a un final de su vida violento. Su crimen nunca fue resuelto, hasta que, ochenta años después, un periodista, en la reserva, dio con las claves de su inexplicable muerte.

Su hermana, María de las Mercedes (ni Mercedes a secas, Merche y por supuesto menos aún: Merceditas) Usera, muy rica y soltera, decidió ponerse el mundo por montera y se trasladó a vivir a una espaciosa y elegante suite en el Hotel Victoria de Madrid.

María de las Mercedes, era una mujer con cierta gracia, que destacaba por su elevada estatura, inusual en aquella época, y por su brillante y radiante sonrisa; que una vez levantado el telón de sus sugerentes labios, dejaba ver una dentadura, sencillamente radiante y perfecta; algo aún más inusual en la época.

Harta de tantas esperas y descartes, para nada y cansada de soportar el lastre de sus propios remilgos, María de las Mercedes, decidió alquilar un palco en la plaza de Toros, aunque a ella no le gustaban para nada las corridas de toros, pero sí, y mucho, los toreros.

Cada mañana, paseaba por el centro de la capital y hacia pequeñas y selectivas compras por sus calles preferidas, Carretas, Preciados, Alcalá, para después buscar el consuelo de la sombra o el calorcito en Casa Labra, donde degustaba un vermú, antes de continuar camino, con sus elegantes andares hasta Llardy, donde comía a diario.

La sobremesa, la entronizaba en el salón principal del Hotel Victoria. Siempre dos cafés bien cargados, y la primera palomita de la tarde (anís y unas gotitas de agua, para enturbiarlo, esa era su medida).

Al rato, y después de prender, con reposado regusto, un buen Partagas, repetía la palomita, las veces que hiciera falta, mientras abría en su mesa una jovial tertulia con algún torerito, banderillero o rejoneador, con quienes departía, hasta que pedía la cena, siempre en su suite.

María de las Mercedes, raras veces, cenaba y dormía sola; y así vivió, feliz, el resto de su vida. 

* * * *

Gervasio Alcubilla, se ganaba la vida cada noche, yendo a las traseras de varias tascas, donde, en secreto, se jugaban los duros, quienes los tenían.

En una de esas partidas, apareció una noche, un hombre muy elegante, altivo y estirado, al que Gervasio Alcubilla, identificó al pronto. Aquel pollo se dejó en la mesa, que es lo mismo que decir en manos de Gervasio, una buena suma.

A partir de esa noche, en otras partidas, fueron apareciendo, personajes, que no cuadraban con aquel ambiente. Señoritos, engreídos, y chulines, sin límite de pérdida.

Gervasio se sintió como el zorro, en la caza del zorro, con un tropel de ricachones tras su pellejo, pero eso, tampoco consiguió alarmarle.

Mientras Gervasio Alcubilla descansaba todo el día, su joven mujer brava y trabajadora, se dejaba el alma y la salud, en las cocinas de una casa de comidas muy popular, donde tuvo que ampliar su horario, porque de manera inesperada, a Gervasio Alcubilla le había llegado su peor racha. 

La diosa Fortuna le había dado la espalda.

Su última noche, en la trasera del Bar Matadero, fue quizás su punto final. Don Miguel Usera (hijo) y dos de sus amigos, le dejaron sin blanca, entre mofas y burlas. Gervasio Alcubilla, se levantó por primera vez de una mesa, debiendo trescientas pesetas.

—Déjalo, Gervasio, no sigas —–le dijo su mujer presa de la angustia —.

Pero unos días más tarde.

Cuando el aparatoso y espectacular Ford, color bermellón, paró delante de la puerta de la corrala donde vivía la familia Alcubilla, el revuelo en el barrio fue noticia.

Don Miguel Usera (hijo) no miró a los curiosos que se arremolinaban en su cercanía, y entró en aquel edificio, que a fin de cuentas era suyo, y llamó a la puerta de Gervasio Alcubilla.

 * * * *

Doménica Periccioli, era la madame del burdel de mayor rango, con fama de disponer de las más bellas y refinadas pupilas, situado en una pequeña y discreta bocacalle entre el Buen Retiro y la estación de Atocha.

La Periccioli, llegó a España huyendo de los incontrolables celos de la esposa del emperador de Italia, Víctor Manuel II, con quien mantuvo un tórrido romance.

La bella italiana ya conocía a Gervasio Alcubilla, de las partidas que organizaba el fallecido don Miguel Usera, pero no pudo reprimir su sorpresa por el aspecto, completamente envejecido y excesivamente grueso de aquel hombre, que volvía a su establecimiento, a requerimiento de uno de sus dueños, don Miguel Usera (hijo).

Además del paso de los años y las largas noches, la vida de Gervasio Alcubilla, se limita a comer despiadadamente y permanece inmóvil, preferentemente tumbado el resto del día. Su decadencia, le había apartado del cuerpo de su mujer, que muy joven aún, le reclamaba insistente sus atenciones, sin que él, o no podía, o, sencillamente, no quiso complacer sus cada vez más atrevidas sugerencias.

Su mujer, su sobrino Teodoro y su hijo, formaban, de facto, una unidad familiar que vivía y respiraba al margen de la vida de Gervasio Alcubilla. Pero a esto a él, no solo no le importaba, sino que le daba igual.

 La Periccioli, pensó, después de verlo, que aquellas partidas tenían toda la pinta de ser un desquite entre aquel viejo gordo de renombrada suerte, ahora en claro declive, y unos señoritos con muchos duros en el bolsillo y ganas de humillar.  

En su primera noche, Gervasio Alcubilla, había perdido casi trescientos duros, y cuando se levantó de la mesa, herido, confuso y medio borracho, solo dijo con aquella voz ronca que le salía tan fatigada desde dentro de su ingobernable corpachón:

- —Mañana vengo con todo y a por todo, hijos de puta. —Y se marchó trastabillando entre la expectación y el silencio de la parroquia que se había arremolinado alrededor de la mesa de juego—.

Al día siguiente, en ayunas con la prisa metida en el cuerpo, Gervasio Alcubilla se fue bien temprano al Banco de España, con la intención de vaciar la cuenta de ahorros, que abrió siendo un chaval antes de marchar a Cuba. De vuelta, tomó un chocolate con churros en Casa Domingo y se permitió hasta un corto paseo por el barrio. Al rato, paró en la tasca de calle Labrador, donde el Valdepeñas era más soportable, y se tomó unos vinos, para después de tan afanosa exhibición pasar el resto del día tumbado en la cama, silencioso, sin comer ni un pellizco de pan.

Los seis participantes de la partida habían quedado citados a las ocho de la noche y allí estaban todos presentes y dispuestos. La partida se inició con desigual suerte para Gervasio Alcubilla, que llegó a medianoche a tener que recurrir a un préstamo en forma de pagaré, de uno de los jugadores, el joven Miguel Usera, quien lo firmó con una risita que apestaba a falsedad y malos deseos, algo que Gervasio intuía desde hacía semanas cuando se le hizo más cercano en varias de sus últimas y desastrosas partidas el joven Usera.

Aquel joven estirado y de modales refinados en exceso, le gustaba quedar por encima de todo y todos, y eso era algo que en determinados juegos de descarte puede ser peligroso y muy favorable para alguno de sus rivales.

Las señoritas de compañía, ante la escasez de demanda de sus servicios, pese a estar el burdel, lleno hasta la bandera, se acicalaban con mimo y esmero, y retocaban una y otra vez sus peinados, además de compartir chismes unas con otras, sin poder ver la mesa central de la sala de juego, rodeada por aquellos caballeros estirados que con sus cigarros habanos mantenían una persistente boina de humo entre sus cabezas y sombreros y el alto techo profusamente adornado del burdel.

Ya de madrugada, dos de los contendientes en la partida optaron por retirarse. Hacía ya un tiempo que en determinados salones solo se jugaba póker y este era uno de ellos. En las primeras horas del nuevo día, las apuestas subían y, en la penúltima mano de la partida, Gervasio Alcubilla, dejó sin blanca al joven Usera, quien con gesto desafiante y soberbio intentaba retar al antiguo socio, en estos menesteres, de su padre. Pero al viejo jugador, “el fortuna”, así le llamaron en Cuba, esas miradas solo le estimulaban su confianza y ampliaban su seguridad.

––Si quiere el joven Miguel Usera, y por la amistad y el respeto que me unió a su padre, le puedo hacer un préstamo aquí y ahora mismo. — le dijo muy cortésmente Gervasio Alcubilla—.

Pero fue el otro compañero de mesa, un señorito amanerado, amigo del Usera, quien le puso delante de este, todo lo que tenía, doscientos seiscientos duros, para la última mano.

Gervasio Alcubilla hizo lo mejor que sabía hacer desde hacía más de treinta años: aprovecharse de su suerte, que había vuelto a casa; además de lo que la experiencia le había ido enseñando a lo largo de los miles de partidas jugadas. Había cebado a sus compañeros de mesa en las últimas partidas y en especial en la celebrada el día anterior, cuando, en una magnífica representación, pareció derrotado e iracundo, al levantarse de la mesa, retándolos desbocado y bravucón.

Con la última mano, después de un par de descartes, la emoción subió varios grados en el atestado salón y ante el tenso silencio de todos, incluidas las meretrices que habían dejado toqueteos y chismes, hacía ya rato.  Sin mirar a nadie, como poseído por el verde tapete, Gervasio Alcubilla empujó parsimoniosamente al centro de la mesa el enorme montón de dinero que tenía delante de sí.

––Voy con todos, señores. —dijo con una extraña parsimonia —.

Los otros tres supervivientes se vieron tan sorprendidos como el resto de los espectadores.  Un, ¡ooohhh!, envolvió el expectante ambiente. Aquello, o era un farol enorme, o sencillamente aquel obeso personaje, llevaba una mano de ensueño, la mejor de todas.

El hombre de negocios y agente de cambio y bolsa, rubio, sentado a la derecha de Gervasio, tiró las cartas al centro de la mesa, recogió los restos de su naufragio y se levantó; pidió su sombreo y su bastón y salió de la sala ante la atónita mirada de todos. El amigo amanerado de Miguel Usera, solo pudo decir con voz casi inaudible: —yo no voy— y sacó de su pitillera de plata un largo y fino cigarrillo que encendió con un bonito mechero a juego. Un suave aroma a menta divagó durante unos pocos segundos en las inmediaciones de la mesa de juego.

Miguel Usera, con su pelo engominado y su bigotito recto y fino, elegante y parsimonioso, miró con avidez a aquel hombre mientras un traicionero brillo empezaba a marcarse por su amplia frente.  Aquel viejo gordo, del que su padre le había hablado tantas veces y al que, hasta ese momento, le había considerado sencillamente un criado más de su familia, se lo estaba poniendo muy difícil, pero su jugada era casi invencible.

––Yo iría, pero como sabes —dijo tuteando a Gervasio Alcubilla por primera vez, lo que provocó que este levantase sus cejas—, no puedo alcanzar el límite de tu apuesta, lástima porque después de lo de ayer, hoy te arruinaría por completo —y una sarcástica media sonrisa cruzó en su cara—.

El silencio se vio interrumpido por algunos comentarios y susurros que brotaron del respetable, tras escuchar aquellas palabras.

Gervasio Alcubilla, ahora sí, lo miró fijamente, se tomó su tiempo y sin perder la calma hizo ademán de juntar sus manos y alcanzar todo aquel gran montón de dinero que le esperaba en el centro de la mesa; la partida había concluido.  Pero antes de acercarse del todo, aquel emporio de duros de plata y billetes que allí se habían acumulado, de repente, se detuvo a medio camino y mirando finamente al joven Usera le dijo:

––Lo que hay en esta mesa, es lo que cuesta más o menos una casa cerca del matadero. Si está usted, señorito Miguel, tan seguro de ganarme, lo tiene fácil: vea la apuesta con la casa de la corrala donde vivo, que es propiedad de su familia.

Cuando ya casi asomaba el alba, Gervasio Alcubilla abrió pesadamente la puerta de la casa número dos de la corrala construida en el año 1885. La oscuridad casi le hizo tropezar con su sobrino, que salía de la habitación donde yacía la mujer de Gervasio. Se miraron durante unos breves instantes de silencio y Gervasio Alcubilla, por primera y única vez en toda su vida, le dio un abrazo y le susurró al oído:

—Enhorabuena, Teodoro, ya no tendrás que pagar ninguna renta más. Del resto ya veo que ya te ocupas.

* * * *

Gervasio Alcubilla, no volvió a tocar un naipe, ni un cubilete más en su vida. 

Vivió el resto de sus días, que no fueron muchos, de lo ganado en aquella última mano 

Fiel a su costumbre, después de meterse, entre pecho y espalda, un cocido que hubiera saciado a una familia numerosa, se dejó caer en la cama, para su sagrada siesta.

Pero la diosa Fortuna, le tenía preparado un último regalo para él: después de la oscuridad, en lo más profundo del más allá, también hay timbas y el cubilete suena ininterrumpidamente.

 Allí debe estar Gervasio Alcubilla, desvalijando ilusiones y duros de plata.


F I N 


Muy de tu rollo

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