Lo mejor del verano han sido ellas, mis chiquis, esas dos pequeñas maravillosamente inquietas y ajenas a cualquier opción de sosiego, a las que a sus días le faltan horas para jugar y no parar. El resto de lo que llevamos de verano se me ha pasado de largo con este calor inhóspito de crematorio, entre fuegos y llamaradas vengativas e imposibles, currículos viciados de mentiras mezquinas y este mundo nuestro, impasible en manos de gentuza que permite que los niños mueran de hambre y sed, donde nada crece y el agua solo lleva sal en sus entrañas.
Así y todo, después de intentar colocar el despilfarro de juguetes y trastos en su sitio, he querido volver a escribir, pero la angustia y la indignación me han atenazado el resuello como una ardiente garra, haciéndome borrar párrafos y palabras llenas de una ira ácida, que se me hacía ilegible.
Además, desde el amanecer echo de menos sus risas, sus protestas y su incansable ajetreo.
Quizás me convenga esperar a otro momento.
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