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LA FÓRMULA - Cuarto Capítulo



 


LA FÓRMULA

Cuarta entrega

En episodios anteriores: JJ se encontró un pendrive con un PDF donde aparece una fórmula extraña y desde ese momento es un tipo vigilado. Su vecino, un coronel, y su amigo Varela, un científico, han llegado a la conclusión de que el gas venenoso se puede expandir a través de la combustión de los autobuses. JJ aún no sabe esto.


Varela, el científico del CESIC, se lo explicó tiritando al coronel a esa inaudita hora (5 a.m.) mientras el viento rugía entre las lomas de Moralzarzal. El gas mortífero se puede inyectar en los depósitos de la E.M.T y todos los autobuses de Madrid, propulsados por gas, esparcirían el mortal veneno por la ciudad.

—El 80 % de los autobuses de Madrid funcionan con gas. —¿Tú sabes el veneno que pueden esparcir 1.772 autobuses atestados hasta los topes? —le dice Varela con voz aflautada y tiritona.

—Jesús, María y José, ¡menuda catástrofe! —dijo aterrado el coronel de farmacia. 


El tipo más alto del Nissan blanco pegó la oreja a la puerta de las vecinas de JJ, mientras que su compañero, el bajito, se afanaba con las ganzúas. —Joder, cómo cotorrean estas pavas —dijo en suspendido susurro. La realidad era que el matrimonio de teleoperatas estaba dejándose las cuerdas vocales en la enésima campaña de Vodafone que esta vez repartía unas migajas en forma de incentivos.

    Brenda se sobresaltó y se quedó sin habla y sin resuello cuando de rodillas fregoteaba el inodoro; era parte de su mandato aquella mañana, según la nota que JJ le había dejado sobre la mesa de la cocina.

    —Usted siga a lo suyo, señora, somos de Hacienda —dijo el más alto, con aquella expresión turbadora y amenazante de su cara. Brenda asintió a duras penas, sintió un gélido frío en su nuca y, tirando de resignación religiosa, aprovechó que ya estaba arrodillada para no parar de rezarle a la virgen de Coromoto durante la hora y pico que los dos hombres anduvieron removiéndolo todo por la casa de JJ.

    —Aquí no hay nada —dijo el más alto, como era su costumbre, hablando desde la acera. En el mismo instante que a su espalda, un hombre mayor, cargado de ojeras, y de hombros y de un pesaroso andar, abría el portal del número 87 de la Avda. Ciudad de Barcelona. Ojalá el tipo más alto lo hubiera sabido en ese momento: Era el coronel de farmacia y vecino de JJ.


    A Lupe se le había atravesado el día desde ayer a media tarde. Las notas de Marquitos, su hijo mayor, habían trashumado de malas a desastrosas en tan solo una evaluación. El teléfono echaba chispas, y el marido de Lupe se llevó lo suyo. —No impones tu autoridad, Mariano, coño, más huevos, alguna hostia a mano vuelta y menos comprensión lectora. —¡Que no estudia, joder!, está enchochaito con la Merce esa —chillaba Lupe. Ni Rubio ni Palomo – Administradores de Fincas, tuvieron lo que hay que tener para salir de sus despachos. Mientras, JJ intentaba distraerse con sus números y la puñeta de la periodificación de la nueva tasa de basuras, pero aquello resultó imposible, hasta después de subir del desayuno del bar de Manolo. JJ se encontró a Lupe, vociferando por teléfono a quien podía ser, su último día como tutora de Marquitos y de todo 6ºB. Lupe, en un arrebato, estampó el auricular del teléfono, cogió el bolso y el abrigo y salió como un Miura condenado a banderillas negras a por aquella desdichada mujer.

    JJ hizo el camino de vuelta hasta el súper sin sobrepasar los 43 minutos de rigor. Compró tomates, un paquete de salchichas, jamón de York, una bolsa de naranjas y se giró al fondo del súper, donde reinaba Ibrahim y sus ricos molletes de pan de pueblo (nada de masa madre, congelado). La agente Pérez, que seguía a JJ, tenía especial interés en aquel encuentro. Ibrahim esta vez no le señaló a JJ el pan con gesto alguno, sino que, cogiéndole por el brazo, lo introdujo hacia las profundidades del super, mientras le susurraba algo en el oído. La agente Pérez se alarmó y quiso seguir a los dos hombres, pero Filo, la encargada, y toda su anatomía se cruzaron en su camino y no la dejó pasar. Cuando convenció a Filo y esta retiró la insalvable barrera de su cuerpo, la agente salió al callejón detrás del súper, y allí se encontró medio asfixiados a sus dos compañeros que se habían dejado el bofe en un enloquecido sprint, después de su llamada de socorro, pero ni de JJ ni de Ibrahim había rastro alguno. El más alto, de nuevo desde la acera, mientras a toda prisa corrían en dirección al piso de JJ, llamó por teléfono: —Lo hemos perdido, jefe. Y antes de escuchar improperios y faltas de respeto, colgó y aceleró el paso.

Mala suerte, pero el ascensor estaba estropeado; subieron corriendo los tres pisos y al llegar al descansillo, solo se escuchaba el parloteo de las teleoperatas. El bajito tiró de ganzúas, abrió la puerta de la casa de JJ y entraron como elefantes en cacharrería, pero allí no había nadie, ni una mota de polvo, solo olía a lejía; menuda era Brenda.

––Joder, han escapado —dijo la agente Pérez. Y se lanzaron escaleras abajo.


    Las prisas es lo que tienen, que no se fija uno bien en las cosas. Porque tan solo unos pocos metros más abajo, entre el segundo y el primer piso, el ascensor se había quedado parado, con tres personas dentro que se miraban con una extraña desconfianza: JJ, Ibrahim y un tal Mohamed.

Cuando los chicos de ascensores AMA2000 consiguieron rescatar a aquellos tres pardillos, JJ sintió unas enormes ganas de orinar, pero el miedo y los nervios no son nada aconsejables para aguantarse, por eso no llegó a tiempo al inmaculado y bendecido inodoro.

    —Me tengo que cambiar —dijo JJ con voz de haber roto algo. 

––Danos el pendrive —dijo Mohamed un poco harto y en tono amenazante.

    —Ya te he dicho que lo tiene mi vecino. —Pues vamos —le contestó Mohamed, agarrándole firmemente por el codo.


Me hubiera gustado que vierais la cara que puso el coronel de farmacia cuando abrió la puerta y vio aquel panorama y a los tres caretos que se lo comían con los ojos.

    —Estos señores… —… —empezó a decir JJ, antes de ser empujado al interior.

    —Vámonos todos pa’dentro —dijo Mohamed en un castellano de Lavapiés, como quien acarrea bestias pardas.

    Al coronel de farmacia le entraron también unas enormes ganas de mear.

    Mientras, en el rellano, solo se escuchaban las lejanas palabras de las dos mujeres del 3.ºA. Así doce horas diarias, las pobres. 

    Abajo, en la acera, pegadito al carril bus, el más alto de los dos tipos de Nissan blanco, acojonado, volvió a las andadas con su móvil.

    —Jefe, el comando está por aquí, pero no sabemos dónde exactamente.

    Ni el ruido de los dos autobuses (37 y el 54) al pasar, llenos hasta la bandera de pasajeros, le evitaron escuchar la catarata de improperios, palabrotas y amenazas, pero lo que más le dolió al más alto fue el final de toda la parrafada: ¡Mortadelo de los cojones!

Aquel apodo le sacaba de quicio.


Muy de tu rollo

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