Los libros de historia mienten, bueno, digámoslo de una forme menos agresiva, tosca y más suavemente, no dicen la verdad en el caso de la vida del intrépido Crispín Muñoz, pero yo, y solo yo puedo decirte y contarte lo que pasó en realidad.
Crispín Muñoz nació en el municipio toledano de Madridejos, aunque toda su familia era originaria de Alcázar de San Juan. Su padre tenía un carro enorme, de madera de álamo, cuyo “motor” eran cuatro cansadas y pequeñas mulas y con él transportaba cosas de un lado para otro. Hoy se le llamaría camionero o un repartido de Amazon y en vez de carro y mulas tendría un gran camión o una furgoneta Mercedes, que recorrería calles, pueblos, autovías y autopistas, pero en aquel entonces, en pleno reinado del Rey Felipe II, el oficio de andar por los caminos cargando todo tipo de objetos, materiales y productos del campo, se les llamaba arrieros.
En la pequeña casa de la familia de Crispín, había tan pocas cosas de comer, que por no tener no tenían ni mesa para hacer eso, comer, total era innecesaria, tampoco escribían nada, no sabían, así que había un espacio vacío en mitad de la única estancia de la casa, la cocina, que ocupaban tumbados a la bartola, dos escualidos perros galgos que sesteaban casi todo el día. El padre de Crispín los tenía fundamentalmente, para que cuando se podía, a escondidas de los dueños de los vedados de caza, salían disparados y cazaban alguna liebre o conejo y eso se festejaba en aquella humilde morada, por todo lo alto.
No había más casa que aquella pequeña sala con una chimenea ennegrecida que daba más humo que calor. La familia se sentaba en unos toscos taburetes de madera, y cada noche, el sueño se reparaba tirados en el mismísimo suelo, con la única comodidad de unas arpilleras (sacos) rellenos de paja para que los huesos del cuerpo no tuvieran que desafiar al duro suelo cada noche.
Crispín Muñoz había oído que había, muy lejos de allí, después de atravesar un enorme y peligro mar de olas gigantescas y de ballenas comedoras de hombres (océano), unas tierras que había descubierto un genovés, un tal Cristóbal Colon, donde la comida colgaba libremente en los arboles, era solo cuestión de estirar el brazo y cogerla, y el oro se veía, en hermosas y relucientes pepitas, al fondo de las aguas limpias y cristalinas de grandes ríos y arroyos donde unos enormes y sabrosos peces eran sus guardianes.
Crispín siempre hambriento, con poca ropa y descalzo, temblaba y tiritaba hasta en el verano.
Un fría tarde de enero, llegó a su pueblo un gran ejercito de infantería, cientos de hombres a pie, algunos carros con bartules y provisiones y caballos para los oficiales al mando de aquellos soldados que acamparon varios días a las afueras de la localidad.
Este pequeño ejercito conformaba el batallón Duque de Alba, ese era su nombre y seguirían su camino hasta la ciudad de Sevilla, donde embarcarían en unas barcazas que los llevaría rio abajo (Guadalquivir) hasta llegar a la bahía y ciudad de Cádiz, donde les esperaban los enormes barcos veleros, unos galeotes de tres cubiertas de altura y veinte cañones por banda. Estas enormes naves zarparían con rumbo hacia el oeste y en un par de meses de navegación fondearían en algún lugar del continente del que había oído hablar Crispín, que se llamaba América.
Entre todos los soldados acampados entre tiendas de campaña y fogatas, a Crispín le llamó la atención uno de ellos. Aquel hombre era enorme, corpulento, con una cabeza redonda de pelo negro encrespado, y una larga barba, pero lo que más le atraía a Crispín era el negro parche que tapaba su ojo izquierdo y decía llamarse Tobías.
Cargaba como si no le pesaran nada, con dos espadas de acero, dos puñales y un enorme arcabuz (1),
(1) Arma de fuego portátil, antigua, semejante al fusil, que se disparaba prendiendo la pólvora del tiro medianteuna mecha móvil incorporada a ella.
Me detengo un momento para contarte, el porque de ese enorme parche en el ojo de Tobías. Resulta que, siendo niño, quiso ser más valiente y osado de la pandilla de chiquillos de su pueblo, y aceptó el reto de escalar, a pulso, al pico de una enorme montaña cercana, donde existían algunos nidos de aves rapaces, en concreto de águilas.
Pues bien, nuestro amigo Tobías, escaló una gran pared casi vertical de duro granito en la montaña más alta de aquella cordillera, el Portillón, y efectivamente localizó uno de los grandes nidos que aquellas enormes aves, construyen como hogar familiar.
A duras penas llego hasta el casi inaccesible nido y agarrándose como buenamente podía a la recta pared con una sola mano, tomó impulso y levantó su brazo para meter la mano en el nido….y allí sus dedos detectaron el suave plumaje de un polluelo de águila, ya casi en edad de volar. Entusiasmado Tobías, logró coger el ave e intentó sacarlo del nido para meterlo entre su camisa y su cuerpo y así liberar la mano y poder iniciar el descenso.
El aguilucho, no estaba muy de cuerdo en aquella forzosa mudanza y en cuanto vio que su cuerpo salía del nido materno, le arreó con todas sus ganas un picotazo a Tobías, para que lo soltara, cosa que hizo de inmediato.
La mala suerte quiso que el picotazo fuera directamente a parar en uno de los ojos de Tobías, quien con gran dolor y casi sin poder ver tuvo que descender como buenamente pudo de aquel inhóspito lugar.
Desde entonces Tobías, adorna su cara con ese parche más propio de piratas y bucaneros y no de chiquillos enredadores y traviesos.
Tobías Martín había nacido y vivido en un pequeño pueblo de Segovia, donde criaba un pequeño rebaño de ovejas, junto a sus dos hermanas. La mala suerte quiso que, en pleno mes de agosto, Tobías anduviese metido en cama por unas fiebres muy altas y era su hermana pequeña Leonora, la encargada de cuidar el rebaño.
Aunque el día amaneció claro, a media mañana un caluroso viento del sur, hizo subir de forma alarmante las temperaturas, unas enormes nubes empezaron a poblar el cielo de forma amenazadora. Leonora, estaba en el cauce seco del rio que pasaba cerca de su pueblo, allí aún quedaba algo de hierba para que comieran sus ovejas. Antes del mediodía, escuchó poderosos truenos de una tormenta que parecía no iba a terminar por llegar hasta ella, y de hecho, apenas llovió donde ella se encontraba. Pero cinco kilómetros más arriba, la tromba de agua, fue inmensa, una hora lloviendo a mares, consiguió tal fuerza que se llevó por delante casas, cuadras, animales, arboles, y arrastró una gran corriente imparable, mortífera, de agua y residuos por el cauce del rio seco.
Cuando Leonora, escucho un extraño ruido, como un prolongado trueno y el suelo tembló ligeramente bajo sus pies, sin poder hacer nada, vio impotente como la tromba descomunal, arrastraba, sin piedad alguna, a todo su rebaño llevándoselo en volandas, rio abajo, varios kilómetros, donde todos los animales se hallaron muertos.
Ella salvo su vida, gracias a su perro, que instantes antes, presintiendo lo que se avecinaba, se había subido a una pequeña colina cercana al cauce del rio, y empezó a llorar y a ladrar insistentemente, lo que hizo acudir a Leonor para ver que le pasaba a aquel animal, listo como pocos.
Arruinado por completo, Tobías Martín, se enroló en el ejercito del rey por veinte ducados de oro que cobró antes de su salida de Segovia, y que entregó a sus hermanas para su supervivencia durante algunos años.
- ¿Que muchacho?, ¿te gusta mi herramienta?, mostrándole su gran arcabuz.
- Si señor soldado es preciosa, pero debe pesar mucho, ¿verdad?- contestó Crispín Muñoz-
- Si muchacho, pesa como un demonio mojado y hace el mismo ruido que el del trueno más espantoso que hayas oído.
La conversación se prolongo durante buena parte de aquella tarde y al día siguiente hubo un nuevo encuentro. Crispín vio que en el campamento además de los soldados había un numero importantes de jóvenes, casi tan niños como él que vivían con los soldados.
- Escuderos o mancebos, - le explicaba Tobías -se les llama, son muchachos que ayudan a un grupo de soldados para llevar armas, hacerles las hogueras de cada día, ir a por el rancho al carro de la cocina y buscan vino en el pueblo donde hayamos parado.
- ¿Y embarcarán hasta llegar a América?, -preguntó Crispín-
- Supongo que si, pero no es obligatorio, alguno se quedara en tierra, mi pelotón de soldados, no tiene muchacho asignado, el que inició el viaje con nosotros, se quedó hace unas jornadas en Aranjuez, donde tenia familia.
Esa misma noche, al llegar Crispín a su humilde casa, se sorprende al ver como su madre llora desconsoladamente, mientras su padre permanece callado sentado al lado del triste fuego que apenas ilumina la pequeña estancia. Sus cinco hermanos agazapados y callados en un rincón, tristes, cabizbajos, apenas si se miran entre ellos.
- ¿que pasa?, susurra a su hermano Abel, el más próximo.
- Madre esta embarazada otra vez, y padre dice que no puede alimentarnos a todos, que al menos uno o dos de nosotros, debe entregarse en algún monasterio o irse con alguna familia que nos quiera.
Crispín no tuvo duda alguna, después de besar a su madre y sin decir nada más, ella ya sabia por su mirada lo que su hijo iba a hacer, tomó el camino más corto al campamento de los soldados que andaban en aquellos momentos recogiendo sus cosas para reemprender la marcha hacia el sur.
Tobías Martin, vio venir al chiquillo y tampoco necesito ninguna explicación, o palabra alguna. Depositó su enorme manaza en el rubio pelo del muchacho removiéndoselo y le colgó a la espalda una mochila y puso en sus brazos dos de los listones de madera que permitían montar la tienda de campaña del pelotón.
El resto de los soldados que formaba el pelotón, sonrieron al muchacho y le hicieron la señal de iniciar la andadura hacia la lejana ciudad de Sevilla.
Fueron dos semanas de marchas que se iniciaban cada amanecer y no finalizaban hasta que la tarde iba cediendo el paso a la noche. Entonces había que armar las tiendas de campaña, hacer una buena fogata y preparar la cena para pasar la noche de la mejor manera posible.
Las labores de escudero fueron fáciles para un chiquillo tan despierto, ágil y rápido como él, y además comía caliente todos los días, algo a lo que le costó muy poco o nada acostumbrarse.
La gran ciudad de Sevilla deslumbró a Crispín y su rio le dejo boquiabierto y además le hizo pasar mucho miedo al bañarse, junto con toda la tropa en las limpias aguas, para quitarse los malos olores y tanto polvo acumulado de tan largo camino, porque Crispín, como casi todo el mundo, no sabia nadar. Aunque el segundo día de estancia en Sevilla, empezó a bracear como había visto a algunos compañeros y logro nadar algunos metros, lo que le hizo inmensamente feliz.
La imagen de los cinco galeotes fondeados en aquella inmensa bahía gaditana bañada por un océano que ese día lucía resplandeciente, fue quizás, lo que más impresionó a todo el regimiento. Tobías y Crispín pasaron horas contemplando aquel milagro, incomprensible para ellos, ¿Cómo era posible que aquellos enormes armatostes, llenos de cañones, maderas, cuerdas y velas y cientos de hombres y animales, pudieran sostenerse como si tal cosa encima de aquellas aguas?
La tropa, casi toda ella del interior de la península, además de no conocer el mar, descubrieron aquellos días, el sabor del pescado, las aceitunas y un vino cuyo sabor en nada se parecía a los que estaban acostumbrados.
Crispín se miraba de vez en cuando la tripa, tenía la sensación que en cualquier momento podría explotar, no tenia costumbre de comer tanto ni tan bien. El saco de huesos que partido con la soldadesca desde Madridejos, había quedado atrás y ahora su cuerpo había conseguido ganar en peso y musculatura, se había convertido en un joven atlético y fuerte, en aquellos momentos se acordó de su familia y deseó con todas sus fuerzas que estuvieran bien.
Subir a aquel gran barco, fue un momento emocionante y los nervios llegaron a sus máximas revoluciones, cuando las enormes naves, izaron sus pesadas anclas de hierro, desplegaron sus enormes velas y con la ayuda del viento, iniciaron el viaje hacia el nuevo continente, el animo de todos estaba en lo más alto, vítores, risas, canciones y las botas de vino corrían de un lado a otro.
Crispín no dejaba de mirar el horizonte, que sin limite alguno, se perdía en los plateados reflejos del agua. Solo las pesadas e incansables gaviotas, acompañaron a la flota española, hasta un punto del inmenso océano, a partir de aquí, solo quedaba ante sus ojos, agua y cielo.
Tras dos semanas calmadas y de una veloz navegación, los vientos fueron muy favorables, soplaban en la dirección correcta y con una intensidad propicia, llegaron unos días de fría lluvia, intenso oleaje y los barcos cabeceaban y galopaban entre las amenazadoras olas, levantando espuma y millones de gotas de agua que todo lo empapaban.
Crispín y la mayoría de los pasajeros, se dedicaron durante días y más días, en poblar de alimentos, procedente de sus estómagos revueltos, en una colectiva vomitona, al océano y a sus habitantes, peces, moluscos, etc. Tal despilfarro estomacal, les dejó exhaustos, débiles y medio muertos. El continuo mareo, no cesaba ni de noche ni de día, hasta que un buen día, amaneció claro, calmado, el mar parecía una interminable piscina, sin movimiento alguno y con un sol que daba la impresión de ser más grande de lo normal.
Una semana de “calma chicha”, le llamaban los marineros, donde no hay ni una sola brizna de viento y el barco permanece parado a merced del poderoso sol y de la corriente marina que lo empujaba levemente hacia su destino. Calor abrasador, sed, sudor, pero el agua estaba restringida, debía durar para todo el viaje, la aguada (varios barriles de madera), era sagrada y con el parón marítimo apareció el olor a cuerpos sucios, sudados y rancios.
Días después, el viaje retomó su rumbo, un respiro para todos, el viento volvió a hacer acto de presencia y la marcha se reanudó, ya no quedaban muchas jornadas para avistar la tierra del nuevo continente, pero…..
Si algo temían los capitanes de aquella época, eran las tormentas del mar Caribe. Viejos lobos de mar, que había viajado por medio mundo, y ante nada temblaban, maldecían sin parar cada vez que se acercaba algunos de estos vendavales caribeños que eran los más peligrosos del mundo. Muchos veleros españoles terminaron su navegación y vida, en alguno de aquellos temporales y ahora servían de casa y refugio de tiburones, pulpos y cangrejos.
- ¡¡Jamás me he topado con una tormenta como esta maldita, vive dios!!, gritaba el capitán del barco.
Si alguien se imaginaba un infierno de agua y viento, eso era aquel temporal descomunal e inimaginable.
Tobías y Crispín, habían atado sus cuerpos al palo mayor de la nave, para no ser arrastrados y tirados al mar por la borda en alguno de aquellos azotes de viento y espuma. En la bodega era imposible aguantar aquel terrorífico día, en la cubierta, empapados, temblorosos, afrontaban las bofetadas que las olas y la lluvia hacían estrellar contra sus cuerpos, lo mejor que podían.
- Si nos vamos a pique agárrate a una madera – chilló Tobías a un Crispín que le miraba con ojos llenos de pánico -.
La tormenta ya duraba más de un día, y su demoledora fuerza era cada vez mayor. Ya nadie estaba al timón del barco, nadie podía aguantar la fuerza del mar, el barco navegaba sin rumbo, al pairo, desbordado y exhausto el capitán, decidió atarse al enorme timón ya no había velas de tela en los palos del barco, habían sido arrancadas de cuajo y volado por los aires echas girones y en la cubierta, tan solo un barril atado junto a Crispín en el palo mayor del barco, resistía.
Pero lo peor no había llegado aún.
La gran ola blanca encabritada, se la vio muchos minutos antes de que llegase y destrozase la gran nave en mil pedazos. Una enorme montaña de agua, de una altura incalculable se acercaba de frente al barco, que pese a su tamaño parecía un simple cascaron de nuez ante aquel monstruo marino que iba a ser su enterrador.
- Adiós amigo, no puedo más – dijo Tobías, mientras, con verdaderas dificultades, desataba su cuerda y la utilizaba para unir a Crispín, al pequeño barril que resistía a su lado.
Tobías desapareció entre las turbulentas ráfagas de viento que precedían a la gran ola.Una poderosa lengua de agua, se llevó el cuerpo de Tobías, como si fuera una pequeña hoja caída del árbol en un día ventoso de otoño.
Es lo último que recordaría Crispín Muñoz de aquel terrible día.
¿Esto es America?
Crispín Muñoz no fue consciente de estar vivo hasta que algo áspero, poco agradable, húmedo y hasta cierto punto pegajoso, empezó a rasparle la cara, a besuquearle, ¿estaría soñando?.
Su olfato, aun no había abierto los ojos, sintió el olor del mar cercano, sin embargo su oído, además del ir y venir de las caprichosas olas, le alcanzaba un sonido mezclabo con una especie de estornudos extraños que sentía muy cerca.
Cuando sus ojos consiguieron abrirse de par en par, lo primero que descubrió el naufrago, era la alargada y enorme cara de un caballo blanco que le lamia como queriéndole despertarlo.
Tumbado en la solitaria playa, rodeado de restos del naufragio, algunas maderas, útiles, herramientas cuerdas y aquel caballo que Crispín reconoció como uno de los dos que tenia en propiedad el capitán del batallón, se preguntó ¿Qué había pasado y donde estaba?
Miró la playa a izquierda y derecha, y comprobó que solo aquella preciosa yegua y él habían sido los únicos supervivientes del naufragio del Galeon Reina Isabel.
En ese momento echo mucho de menos a Tobías, y recordó como atándole al barril probablemente le salvo la vida y su amigo perdió la suya.
No tuvo mucho tiempo para pensárselo. Sin saber como a su espàlda aparecieron un grupo numeroso de seres humanos, bueno, aunque no estaba muy seguro exactamente de quien eran aquellos seres.
Aquellas pequeñas figuras humanas, iban prácticamente desnudas, de piel muy morena, les colgaban de sus cuellos unas llamativas ristras de algo parecido a un collar, y sus otros “adornos” eran unas pequeñas astillas o palos, que taladraban los lóbulos de cada oreja y otro que atravesaba por la mitad, como un extraño bigote, el tabique nasal. ¡eran horribles!
Se incorporó poco a poco, no sentía dolor alguno, tan solo un ligero zumbido en su cabeza y hambre, mucha hambre.
El rugir de su estomago vacío le recordó su infancia, ya casi olvidada, el hambre atacaba de nuevo, pensó Crispín.
Aquellos extraños seres, permanecían en alerta, en un semicírculo y medio agachado, le amenazaban con unas lanzas que eran de madera, muy negra y muy afilada.
El caballo inquieto, pifió y movió con ímpetu su cabeza de arriba a bajo.
Aquel gesto de la yegua, hizo retroceder a aquellas gentes que se asustaron y se pusieron en una posición más defensiva, mientras que sus ojos estaban a punto de salirse de sus orbitas.
Esta gente no ha visto un caballo en su vida, pensó Crispín Muñoz.
- Hola, me llamo Crispín Muñoz, ¿esto es América?
No hubo respuesta alguna, los pequeñajos que sujetaban con fuerza las amenazadoras lanzas, se miraban entre ellos y miraban el cuerpo medio desnudo de aquel joven de piel tan blanca y de pelo rubio, exactamente lo contario que ellos.
Uno de ellos empezó a decir algunas palabras, absolutamente incomprensibles para Crispín. Y algunos, los más desconfiados, amenazaban lanzado su lanza brevemente hacia delante y detrás.
- Tengo hambre – dijo Crispín frotándose la tripa-
Pero aquellas personas no solo no lo entendieron si no que se enfadaron un poco más.
Las palabras entre ellos eran lo más raro que había oído el naufrago en toda su vida.
Viendo que la situación se estaba poniendo demasiado tensa, para su gusto, Crispín decidió dar un golpe de efecto y pensó que eso le permitiría salir de aquel entuerto.
- Os vais a enterar
Se agarró a las crines del caballo y de un gran impulso consiguió subirse a su grupa, el caballo acepto gustosamente a su nuevo dueño y alzó su bella cabeza de manera desafiante. Crispín pudo ver que aquel movimiento había dejado paralizado al grupo guerrero, así que decidió subir su apuesta y espoleando al caballo este empezó a trotar por la playa.
Los aborígenes, casi se caen de culo de la impresión, algunos llegaron a arrodillarse, mientras Crispín alardeaba al trote y al galope por la playa, hasta que decidido se acercó al grupo para hacerse entender.
Después de varios intentos de “dialogo”, aquellos hombres entendieron por fin, que Crispín se moría de hambre y le hicieron una seña para que los siguiese.
La pequeña aldea, estaba instalada en el único claro que había en aquel espeso bosque o selva, diez chozas exactamente iguales, trazaban un circulo y en medio había un más grande donde ardían alegremente dos fuegos, era la choza comunal, donde se hacían todas las comidas, se reunían para sus actos religiosos y para decidir o plantear cosas a la comunidad.
. La llegada de Crispín paralizó el día a día de aquellas gentes, niños, mujeres, ancianos, todos quedaron expectantes y temerosos al ver entrar en aquel diminuto poblado a un hombre blanco de cabello de oro montado en aquel extraño y bello animal.
Por señas le señalaron una alfombra tejida con ramas de palmera, que estaba extendida en el suelo, allí no gastaba n sillas ni mesas, dentro de la gran cabaña central. Crispín se sentó y al poco tiempo aparecieron ante él algunas mujeres que le trajeron unas cosas que parecían comida, ¡por fin! Aquel primer manjar, se parecía a una piña como las que cuelgan en los pinares de su pueblo, pero con unos tallos verdes, cuando Crispín quiso morderla, estuvo a punto de dejarse allí mismo un par de dientes.
Mal empezamos, penso Crispín.
Aquellos hombres y mujeres rieron por el gesto de Crispín. Una mujer tomo una piedra muy afilada y con ella empezó a cortar la corteza de aquella cosa extraña, debajo de esa piel asquerosa, surgió una carne con pinta de jugosa, que a su vez troceo y entonces Crispín tuvo que cerrar sus ojos ante el maravilloso sabor de aquella cosa.
Su estomago gruño agradecido.
Luego vino, otro producto que era un palo amarillo con muchos granos, uno de los niños lo tomo en su mano y empezó a morderlo, luego se lo paso a Crispín que imito al pequeño y comió con ganas, aunque su sabor era desconocido, le gusto mucho. Por último, otra mujer se acercó con otra cosa extraña, una especie de piedra marrón, muy irregular que traía pinchada en palo largo, aquello estaba caliente. La mujer con cuidado le fue quitando la piel a aquella piedra extraña, después tomó dos piedras muy blancas y las froto la una contra la otra, el polvo que salía caía en la otra cosa caliente y después le dio un bocado. Crispín hizo lo propio, y la verdad, aquello estaba muy bueno.
Ese día Crispín Muñoz, sin saberlo, había sido uno de los primeros europeos, que veía y probaba, la piña, el maíz y la patata.
Solo adivinó, en su primera comida indígena, que las piedras blancas que la mujer frotó, eran dos trozos de roca salada.
La tribu Xili-Manili
Crispín vivió más de dos años con la tribu, aprendió su lengua, enseñó a los más pequeños el español y vivió de acuerdo a las normas y costumbre de aquella gente.
Con las herramienta y armas que pudo recuperar del naufragio, explicó su utilización a sus vecinos los Xili-Manili, algunas de ellas, como el hacha fue de las más apreciadas, porque hasta ahora no tenían forma de cortar la madera, salvo con hachas y cuchillos de piedra muy dura y afilada.
Pero a Crispín lo que más le llamó la atención fue su comida. No crecía en los arboles y solo bastaba cógela, como se decía en España, pero era muy abundante y rica.
Además de la piña, la patata y el maíz, le asombraron los plátanos, tomates, calabaza, el aguacate, los cacahuetes y algo que les encantaba tomar a aquella gente, el cacao, que aquellos indios del sur de Méjico, lo llamaban txocolat.
Aprendió a cultivarlos, a ver como eran sus semillas, a saber, sembrarlos.
La carne normalmente era de mono, sus filetes preferidos caían de los arboles con un sistema muy peculiar de caza. Los cazaban en la selva con unas largas cañas huecas por dentro, donde metían una flecha untada con un potente veneno. Después cuando veían al animal que querían cazar, se llevaban aquella enorme caña a la boca y soplaban muy fuerte, la flecha salía disparada y cuando se clavaba en el mono, este moría y caía del árbol. También había una carne muy sabrosa de unos animales parecidos al jabalí y a los cervatillos que asaban lentamente dando vueltas sobre un gran fuego y también comían, aunque menos, peces de un rio cercano.
Crispín se hizo amigo inseparable del jefe de la tribu, Tixi-Mixi y con él viajo muchas veces, y se encontró con otras tribus vecinas a las que explicó que el mundo no terminaba en sus costas, sino que a dos meses navegando había un reino y un continente donde había millones de personas como el.
Cuando llegaban a alguna tribu vecina, después de viajar dos o tres días por las selvas y montañas, lo primero que hacían nada mas recibirlos, era prepárales la cabaña del calor. En esa cabaña completamente cerrada, introducían unas piedras que habían tenido al fuego horas y horas, las piedras no se podían tocar con la mano, de los calientes que estaban y las situaban en el medio del espacio interior de la cabaña, después, cerrada la puerta de la cabaña, echaban un poco de agua sobre ellas y estas desprendían unas enormes nubes de vapor muy caliente. Con tanto calor y humedad, las personas en la cabaña empezaban a sudar, a sudar muchísimo, y después de un buen rato sudando, los Xili-Manilis, lo llamaban expulsar los malos espíritus, salian corriendo y se bañaban en las frías aguas del rio.
Crispín, fue el primer hombre no americano que descubrió la sauna.
Los primeros hombres “barbudos”
Un día un emisario de una tribu cercana, tan solo a tres días de camino, vino en busca de Crispín. Según les contó, muy cerca de su tribu, habían acampado en una meseta que la selva milagrosamente no había conquistado con sus arboles y platas un grupo de “blancos” como Crispín. Aunque el indígena, en realidad les llamo “barbudos”.
En aquellas tribus, los hombres y las mujeres no tenían vello por ninguna parte de su cuerpo, excepto en la cabeza. Crispín no era muy velludo, pero su incipiente barba ya era notable.
- ¿Los visteis?, - pregunto Crispín.
- Bueno primero los olimos, huelen tan mal que hasta los animales de la selva salieron huyendo, luego nos acercamos tapándonos la nariz y les espiamos, -dijo aquel indio mensajero de la tribu mexcali-cali-
En aquella época, los cristianos se bañaban poco o nada y se lavaban sobre todo cuando llovía, nada que ver con aquellas tribus que cada dia se aplicaban en las riberas de los ríos, lagos y en las caídas de las cascadas a su aseo personal.
Al parecer, se trataba de un contingente de soldados, unos veinte soldados, con varios caballos, que estaban construyendo un fuerte allí y eso preocupaba a la tribu mexcali-cali, y a todas las demás, claro.
Crispín, pese a las dificultades de llevar a su caballo atravesando la densa selva, decidió hacerlo para hacer su aparición montado en un caballo, eso le daría una cierta ventaja y sorprendería a aquellos soldados de los que no debía fiarse en absoluto.
Y así lo hizo.
El olor le llegó algunos kilómetros antes de ver a aquellos malolientes seres, estaban cortando arboles para construir una empalizada, un fuerte, no demasiado grande en aquel terreno favorable y muy cerca de un esplendido arroyo.
- ¿Pero quien diablos eres tu?, chilló un sorprendido capitán, barbudo y sucio como el resto de sus hombres.
Crispín les contó su procedencia, el regimiento con el que viajó y navego hasta aquí, su naufragio y los descubrimientos que había hecho con los indígenas, asegurando a aquella tropa que eran gente pacifica que vivían muy tranquilamente en una tierra que daba productos sorprendentes.
Crispín, les informó que más al norte había dos tribus dominantes, que eran muy guerreras y beligerantes (Mayas y Zopotecas). Las tribus que conocía Crispín les tenían miedo, porque algunas veces llegaban hasta estas tierras y hacían prisioneros para esclavizarlos. Estas tribus construían enormes pirámides de piedras, donde hacían toda clase de sacrificios humanos, que a Crispín le habían dibujado en el suelo arenoso, quienes las había visto y algún nativo que había conseguido escapar, para mostrarle el poder de aquellos guerreros.
- ¿Pero hay oro allí?
- No lo sé, aunque ellos cuentan haber visto extraños rayos dorados que salen de lo alto de aquellas pirámides – contestó Crispín –
Enseguida se dio cuenta que aquellos soldados, buscaban el oro, los descubrimientos de Crispín y la cultura y forma de vida de aquella gente les importaba un pimiento, por cierto, también descubrió los pimientos en aquellas tierras.
Crispín recomendó a sus amigos indígenas, que anduvieran lejos de aquellos hombres embrutecidos y con el solo deseo del oro y los placeres.
Lo que sí pudo hacer es cambiarle un montón de patatas, tomates, maíz y piña por un caballo, para emparejarlo con su yegua. Y eso día, pudo hacer algo que levaba soñando muchos meses.
Cuando comía patatas asadas, siempre pensaba que las patatas podían estar mucho más rico si las freía en un buen aceite de oliva, y eso hizo, ante la mirada atenta de todos los soldados. Después de fritas esparció un poco de sal, no mucha, no conviene abusar de ella.
Casi sin dejarlas enfriar, las probó…..y una lagrima corrió por sus mejillas, era lo más rico que había probado en su vida. Cuando el resto de los presentes hicieron lo mismo, sintieron que habían encontrado un alimento maravilloso.
El tráfico de alimentos hacia el fuerte se vio pagado y compensado, con algunas gallinas, un par de cabras y herramientas.
Todo fue bien, hasta que llego el desastre.
Y no fue la guerra, ni los terremotos, que de vez en cuando movían el suelo bajo los pies de aquellos atemorizados soldados, ni las odiosas víboras de la selva…….., fue la gripe.
Los indígenas no habían sufrido en toda su historia esta enfermedad, que en Europa era más o menos normal, por lo que sus cuerpos no estaban preparados (no tenían anticuerpos) para recibir aquellos microbios, que les atacaron y que causaron más muertes que todas las guerras juntas.
Esto desato la violencia y la convivencia pacífica saltó por los aires, pese a los esfuerzos conciliadores de Crispín.
Tixi-Mixi, el jefe de la tribu de los Xili-Manilis, le dijo muy entristecido a Crispín, que lo mejor para todos era que se llevara simientes de todos los alimentos que el había descubierto allí y que volviera a su casa, porque los “barbudos” traían en sus malolientes cuerpos enfermedades muy malas y además él preveía que pronto habría guerra y ellos no podían hacer daño ni proteger a quien había sido como uno de ellos; Crispín.
Crispín, a cambio, sabiendo de su utilidad, les dejó su pareja de caballos, para que pudieran en el futuro contar con más animales de esta especie.
Los caballos españoles de Crispín se reprodujeron y tanto los indios de Mejico como posteriormente los americanos (Cheyenes, Comanches,etc), fueron verdaderos expertos en su manejo.
Crispín, ayudado por tres de sus amigos indígenas, tomo el camino hacia el puerto de Veracruz, donde llegó unas semanas después. Allí pidió ver al gobernador, al que solicitó su ayuda para conservar aquellas especies y trasladarlas a España, porque aquellos alimentos podían ser de mucha utilidad.
No fue fácil convencer aquel brutote personaje, pero una carta del capitán del fuerte, le hizo cambiar de opinión y acepto ayudar a Crispín.
Crispín, además consiguió hacer ver al gobernador, que si llegaba a España y podía demostrar su utilidad al Rey, seguramente el obtendría algún beneficio y reconocimiento, así que no puso mayor impedimento a escribir una carta de recomendación para el Canciller Mayor del Palacio Real de Madrid.
Crispín, muerto de miedo, subió de nuevo a un enorme barco que volvía a España, con todas sus pertenencias y plantas para ser trasplantadas y sembradas al llegar a España, solo deseaba pisar tierra firme y no volver a sufrir n naufragio.
El Huerto de Crispín.
El viaje fue tan horroroso como recordaba, el barco sufrió una dura tormenta, que le obligo a refugiarse y reparar sus desperfectos durante unos días en las Islas Canarias.
El largo camino hasta Madrid en un lento carruaje, donde transportaba todas sus plantas y semillas, le llevo casi un mes y cuando llegó al Palacio Real de Madrid, se encontró con lo más inesperado y lo más temido, un tonto con mucho poder.
El Canciller Mayor del Palacio Real, era un verdadero mostrenco, carente de cualquier clase de inteligencia y de modales.
Recibió a Crispín, sentado en un enorme orinal, sencillamente estaba haciendo sus necesidades y cuando Crispín le entregó la carta del Gobernador de Veracruz y le explicó sus descubrimientos, le miró fijamente, se sonó los mocos, que arrojó al suelo sin contemplaciones, soltó un enorme y asqueroso pedo y le dijo:
- Déjame en paz, vete tu y tus plantas endemoniadas al infierno, no quiero verte por aquí. Estoy harto de tanto granuja que quiere engañar al rey y arañar ducados de oro de su tesoro.
Y el soldado que lo acompañó, lo bajó agarrado por el cuello hasta la calle donde esperaba su carro, le dio una enorme patada en el culo y lo dejó allí, despanzurrado en plena calle, entre las miradas y risitas de algunos paseantes.
Desesperado, cabizbajo, lloroso, el joven Crispín no puede dar crédito a lo que acaba de pasar, estaba completamente entristecido y sin poder moverse del suelo.
Una voz a su espalda, le dice:
- ¿Crispín?, ¿eres tu?
Cuando gira la cabeza se encuentra con un joven fraile franciscano, que le mira con atención, y Crispín mira aquel rostro y algo en él le es familiar, conocido.
- Soy tu hermano Abel, ¿no me reconoces?
Y las lágrimas brotan sin remedio por el rostro de ambos hermanos que se abrazan durante mucho rato ante las puertas del Palacio Real.
Abel Muñoz, salió de su casa a los pocos días de la marcha de Crispín con los soldados, su destino fue un convento que los franciscanos tenían en pleno centro de la Villa de Madrid. Así su padre se libró de dos bocas a las que alimentar, las de Crispín y la de Abel
- Nuestros padres y hermanos están bien, con tu marcha y la mía, consiguieron sobrevivir y ahora padre tiene dos carros y parece que las cosas les van mejor.
Crispín le cuenta sus aventuras y también la razón por la que su hermano le ha encontrado a las puertas del Palacio Real, en el suelo, para ser exactos.
- Estos alimentos son fáciles de sembrar y cultivar y son sanos, pueden ser muy útiles y evitaran mucha hambre, y de eso tu y yo sabemos un poco, hermano – dice Crispín.
- Pero tan ricas están lo que tu llamas papas (patatas) fritas- le pregunta su hermano Abel-
- ¡¡Un manjar, hermano, un manjar!!
Abel se sube con su hermano en el carro, y le indica el camino. Bajan una pronunciada cuesta y llegan al lado mismo de los márgenes del rio Manzanares.
- Esta es la huerta de palacio, aquí se cultivan cosas para la familia del rey. Yo soy uno de los capellanes del palacio – dice Abel – y conozco a todo el personal. Vamos a. buscar al capitán de la guardia.
El capitán de la guardia real, es un hombre que parecía salido de una mina de carbón, casi negro, enorme y con una cara de pocos amigos que asustaba a cualquiera.
Abel habla con él, y le hace una seña a su hermano para que se acerque.
- ¿Podríamos freír una de tus papas para que el capitán, una de las cocineras del rey y yo lo probemos?
- ¿Y porque tanta gente?, -pregunta Crispin-
- Para asegurarnos que lo que comemos no es ningún truco, ni esta envenenada, o eso espero – sonríe su hermano-
- Más te vale muchacho, o si no yo te despellejare vivo con mis propias manos – ruge el fiero capitán de la guardia-
Así se hizo la prueba y el éxito fue contundente.
- Si están ricas estas condenadas…¿Cómo las llamas? – ruge el capitán.
- Papas, ellos, los indígenas las llaman así – responde Crispín-
Abel intuía que si aquello tenia éxito, la noticia correería como la pólvora y pronto llegaría a oídos del rey, que seguro se interesaría por el asunto.
Y así fue, solo dos días después, el capitán de a guardia fue en busca de aquel muchacho, Crispín Muñoz, quien explicó al rey, quien por cierto, tenia un terrible dolor en su pierna y una cara de avinagrada, pero con todo y con eso, ordenó, se le facilitaran todas las cosas que pidiera para que Crispín hiciera un huerto experimental en los jardines del Palacio Real.
Después de varios años y varias cosechas, el Rey consumía gustosamente, pimientos, patatas, maíz y muchas más cosas en sus dos huertos reales, uno en Madrid y otro en el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial.
Crispín Muñoz tuvo el permiso real para vender las semillas y enseñar a los que le preguntaron como sembrar y cosechar cada producto.
La patata o el tomate pasaron a ser en pocos años alimentos baratos que podia comprar casi todo el mundo, y hasta cultivarlo en sus porpias parcelas, lo cual ayudó a saciar el hambre a millones de personas.
En pocos años, las patatas llegaron a todos los rincones de Europa, siendo alimento fundamental en países fríos donde cultivar es más difícil y en algunos casos llegaron a conseguir extraer de la patata bebidas hoy tan conocidas como el vodka.
Ya mayor y con bastante dinero ganado, Crispín Muñoz volvió a su pueblo natal, Madridejos, donde fue alcalde hasta su muerte y nunca dejó de cultivar sus productos americanos y comerse montañas de patatas fritas, era lo que más le gustaba comer.
En América hubo guerras, revoluciones y casi todas las tribus que conoció Crispín, fueron diezmadas por las enfermedades y las guerras, aunque su gran amigo el jefe Tixi-Mixi , vivió muchos años criando los caballos que Crispín le dejo y que en pocas décadas llegaron atodos los rincones del continente.
Y esta es la historia de la persona que trajo a Europa muchas de las cosas que comemos hoy y nos parecen de lo más normal, pero la historia se ha empeñado en silenciar el verdadero merito de Crispín Muñoz, un héroe que casi nadie conoce, aquel chiquillo que salió de Madridejos merece el mejor de los homenajes.
Este es el mío.
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